Nadie quiere leer, pero todos queremos haber leído y muchas veces ser leídos. En mi caso, quisiera, con toda el alma, en un encuentro casual en donde se hallen gente que admiro por ser grandes literatos, decir mientras vuelco el vino espeso en mi copa: «He leído Los Miserables…» y que se giren todos, admirados, como si me hubieran esculpido en la piedra del saber, sorprendidos de ver como he dedicado el tiempo a leer una obra tan extensa y compleja sin sospechar que he leído solo un resumen.
Realmente, leer es otra cosa. Leer es ir exprimiendo la noche desvelada, ir desmembrando con el bisturí del diccionario la letra que no entiendo, el bostezo constante por cansancio o haraganería, la página 47 que se repite como un eco en las profundidades del inconsciente. Leer no es estampa, no es aprender por pedacitos, o escuchando el discurso de otro que sí ha leído verdaderamente, y no solo la frase de la contraportada. Leer es dolor de ojos que con cada nueva idea se van abriendo a mundos inexplorados, hambre de sentido en el estómago del entendimiento, y el dulce tormento de no saber si entendimos realmente lo que quiso decir ese francés atolondrado, ese loco, ese genio que sufrió desgracias mayores como la temprana muerte de varios de sus hijos, la pérdida de su esposa, Adéle, así como de su amante, Juliette Drouet, que sufrió el exilio durante el Segundo Imperio por su oposición a Napoleón III, y que defendió los derechos de los oprimidos.
La gente no quiere leer, quiere haber leído. Quiere el diploma sin la clase, quiere contar los pollos antes de la gallina poner los huevos, quiere los mangos bajitos como diría Juan Antonio Alix, quieren que otros atajen para ellos enlazar cómodamente. Y así corren rabiosamente, decididos, ansiosos, buscando resúmenes, versiones condensadas, libros que ya no son libros sino píldoras para el ego. Una pastilla que venga de la mano del farmacéutico de la cultura, que diga: «Tome señor, esta cápsula de «Crimen y Castigo», tiene al asesino, la culpa, la redención, y no da sueño ni alergia, la única contraindicación es la esquizofrenia.» Qué maravilla sería tomarse a Marcel Proust en ayunas, a Jorge Luis Borges en gotas, a Julio Cortázar por inyección subcutánea o suero vitaminado o a Juan Rulfo en pomadas y sentir que se ha leído sin leer, como quien se cree valiente por crear revoluciones desde las redes sociales, por insultar al gobierno detrás de una cuenta de Facebook falsa, por soñar con la guerra, pero nunca cargar el fusil.
Vestir el disfraz de intelectual solo sirve en el carnaval de las mediocridades. Pertenecer o tener un séquito de aduladores que elogian nuestra capacidad de recitar resúmenes que han sido ingeridos como medicamentos recetados, no nos hace más ni menos intelectuales. Lo difícil del caso es que muchas veces las capacidades cognitivas son difíciles de identificar y otras veces debajo de cualquier yagua vieja sale tremendo alacrán que nos puede picar el orgullo y trasladarnos como rayo a la realidad. Leer por compromiso no es eso lo que hace del libro una llama que arde en los huesos. Es leer por convicción, es el esfuerzo y la dedicación, es la lucha por entender, la mente que se dobla como junco ante la frase incomprensible de un poeta exquisito «Por la verde alameda, silenciosos, íbamos ella y yo, la luna tras los montes ascendía, en la fronda cantaba el ruiseñor.» y el corazón que se eleva cuando, de pronto, todo encaja.
El que leyó con esfuerzo no sólo tiene la historia, tiene también la herida que sangra recuerdos, la huella de la página tatuada en cada neurona, el suspiro que dejó entre líneas por el paraíso de una piel que se sueña. Así que no, no quiero haber leído, quiero leer. No quiero píldoras de la farmacia de la cultura y el intelectualismo, no quiero atajos. Y si tardo un año en entender «La guerra y la paz», que ese año se quede conmigo «in saecula saeculorum», como una arruga más en el alma de quien transita torpemente por los senderos de la ignorancia.
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