El Vizconde de Rochambeau: del honor de Yorktown al oprobio de Saint-Domingue

Tras la muerte de Charles Victor Emmanuel Leclerc en noviembre de 1802, asumió el mando Donatien de Rochambeau, vizconde de Rochambeau. Hijo de Jean-Baptiste Donatien de Vimeur, conde de Rochambeau (1725–1807) quien acompañó a George Washington en el sitio de Yorktown en 1781,  victoria decisiva para la rendición británica y el reconocimiento de la independencia americana. La carrera militar del hijo tuvo escaso brillo. Si el padre luchó en nombre de la libertad americana, el hijo combatió en nombre de la restauración colonial. Nacido en un mundo que se derrumbaba, sirvió a una Francia transformada por la Revolución y sometida a la astucia  militar de Napoleón. Su destino se selló cuando, en 1802, fue designado segundo al mando de la expedición francesa a Saint-Domingue, enviada por el Primer Cónsul con el propósito de reconquistar la colonia y, bajo la apariencia de restaurar el orden, reimplantar la esclavitud.

A diferencia de su predecesor, Rochambeau carecía de la sagacidad política necesaria para un mando colonial en circunstancias revolucionarias. Su error fundamental consistió en confundir el orden con el terror, creyendo que podría pacificar la isla por medio de una estrategia de tierra arrasada. En su propia correspondencia —citada por los cronistas franceses— confesaba que aquello “no era ya una guerra, sino una lucha entre tigres”. La frase describe con exactitud el infierno en que se convirtió Saint-Domingue bajo su gobierno.

El vizconde recurrió a métodos de exterminio, ordenando ejecuciones sumarias, torturas y ahogamientos masivos. Uno de los episodios más recordados fue el asesinato del jefe guerrillero Maurepas, junto con su familia, sumergidos en el puerto de Cabo Haitiano. En un acto de barbarie sin precedentes, mandó traer desde Cuba seiscientos perros pitbull, entrenados para devorar carne humana, y a los que —según los testigos— se les prohibió alimentar, para que vivieran “solo de carne negra”. Tal política no sólo horrorizó a los oficiales europeos, sino que unificó a los enemigos de Francia: negros, mulatos y hasta antiguos aliados franceses se conjuraron contra él bajo el liderazgo de Jean-Jacques Dessalines.

El 27 de diciembre de 1802, el Capitán Reynaud, en nombre de Rochambeau, exigió apoyo económico y militar a Salvador de Muro y Salazar. Marqués de Someruelos, Capitan General y Gobernador de Cuba, argumentando que la derrota francesa pondría en riesgo las posesiones españolas.

Las peticiones fueron constantes, llevando a Rochambeau a enviar agentes a La Habana para gestionarlas. Para el 4 de enero de 1803, Someruelos ya mencionaba préstamos anteriores otorgados a Rochambeau. La presión francesa llevó a Someruelos a, a enviar a su propio agente, Francisco Arango y Parreño, el 19 de febrero de 1803, para negociar directamente con Rochambeau, los pormenores de su apoyo.

La misión de Francisco de Arango y Parreño en Saint-Domingue (1802–1803)

Para buena parte de la élite cubana que se mantenía al tanto de los remezones de la guerra en Saint Domingue, el fracaso de la expedición napoleónica era ya evidente.

En este escenario de caos, el gobernador Marqués de Someruelos decidió enviar a Francisco de Arango y Parreño, figura destacada de la ilustración cubana, con un doble propósito: evaluar la situación política de la colonia vecina y negociar ventajas comerciales que pudieran beneficiar a Cuba ante el inminente vacío de poder.

Arango, aunque no era un diplomático profesional, sí era un economista y jurista reformista, con un profundo conocimiento de la estructura productiva antillana. Desde su perspectiva, el colapso de Saint-Domingue —hasta entonces el mayor productor mundial de azúcar y café— representaba una oportunidad sin precedentes para que Cuba asumiera ese liderazgo económico dentro del mundo colonial hispano.

Someruelos encomendó a Arango la observación directa de las autoridades francesas y la evaluación de las condiciones políticas tras la insurrección. La misión debía, además, explorar la posibilidad de establecer relaciones comerciales controladas con los franceses en el norte de la isla, aún bajo el dominio de Rochambeau, y con el gobierno de Port-au-Prince, dirigido por Héctor Daure.

Sin embargo, tras este encargo aparentemente económico subyacía una preocupación estratégica: evitar que el caos de Saint-Domingue se extendiera al oriente cubano. El temor a una "contaminación haitiana" —es decir, al contagio ideológico de la revolución negra— condicionó cada paso de la diplomacia habanera.

En Cap Français, Arango fue recibido por Donatien Rochambeau, a quien describió como "más militar que político, y más orgulloso que prudente". Rochambeau, acorralado por la insurrección de Dessalines, se negó a conceder las ventajas comerciales solicitadas por Arango, alegando que "la isla seguía siendo francesa y bastaba a sus necesidades". En realidad, su autoridad se reducía a un radio de pocas leguas.

En Port-au-Prince, Arango se entrevistó con Héctor Daure, quien, aunque más diplomático, también se mostró reacio a negociar acuerdos duraderos. Daure, consciente del derrumbe del poder metropolitano, estaba más interesado en asegurar víveres y municiones que en establecer alianzas comerciales. Arango concluyó que la colonia francesa estaba "desgarrada entre dos anarquías": la del mando militar y la del levantamiento general de los esclavos.

El núcleo de la misión de Arango era comercial. Cuba dependía del tráfico con Saint-Domingue para ciertos productos, pero la revolución había interrumpido todo intercambio regular. Arango pretendía reabrir, de forma limitada, el comercio con los puertos franceses, ofreciendo granos, carne y maderas a cambio de manufacturas europeas. Sin embargo, las negativas francesas, unidas a la hostilidad británica y al cierre de los puertos insurgentes, frustraron toda tentativa.

Lo más revelador de su misión fue la evaluación moral y política que Arango plasmó en sus informes. Afirmó que "la devastación de Saint-Domingue no es efecto del azar, sino del abuso prolongado del sistema esclavista", una observación excepcional para un miembro de la élite criolla esclavista. No obstante, Arango no abogaba por la abolición, sino por una "reforma racional del régimen servil", compatible con el progreso agrícola y el orden social.

A su regreso a La Habana, Arango presentó un informe reservado a Someruelos en el que advertía que el desastre de Saint-Domingue debía servir como "lección y aviso". De esta experiencia derivó una política de fortificación militar, vigilancia sobre los esclavos y fomento acelerado de la industria azucarera. Paradójicamente, la ruina de la colonia francesa dio origen a la prosperidad cubana: en los años siguientes, Cuba multiplicó por diez su producción de azúcar y café, convirtiéndose en el principal exportador del Caribe.

El colapso haitiano, que Arango presenció con mirada analítica, se convirtió así en el punto de partida del auge económico cubano y del tránsito del reformismo ilustrado a una modernidad esclavista y dependiente.

La misión de Arango y Parreño a Saint-Domingue representa un momento clave en la historia caribeña. Más que una simple gestión comercial, fue una observación de campo sobre el fin de un orden social y económico. En el ocaso del mundo colonial francés, Arango discernió las señales de una nueva era: el desplazamiento del eje productivo del Caribe hacia Cuba y la emergencia de un modelo colonial hispano modernizado, aunque aún fundado en la esclavitud.

La lucidez de sus informes, combinada con una mezcla de temor y previsión, convierte a Arango en uno de los primeros intérpretes del siglo XIX antillano, cuando el espectro de Haití comenzó a proyectarse sobre todos los horizontes de las Antillas.

La derrota y la memoria del desastre

La derrota de Rochambeau en Saint-Domingue no fue solamente un episodio militar; fue un suceso simbólico que marcó el fin del dominio francés en el Nuevo Mundo. La capitulación de Cap Français, firmada el 18 de noviembre de 1803 ante el comodoro inglés John Loring, constituye uno de los actos más humillantes de la historia colonial francesa. Aquella jornada no selló tan solo la independencia de Haití: proclamó, con resonancia universal, la ruina del sistema esclavista que había sustentado la opulencia de las Antillas.

Rochambeau, acorralado entre la insurrección de Jean-Jacques Dessalines y el bloqueo británico, se hallaba en una posición desesperada. Los restos de su ejército, diezmados por la fiebre amarilla y la falta de víveres, se reducían a menos de tres mil hombres, encerrados en una ciudad en ruinas, devorada por el hambre y la pestilencia. El 17 de noviembre, comprendiendo la inutilidad de resistir, ordenó arriar las banderas francesas. Al día siguiente, Loring, desde su navío Bellerophon, exigió la rendición incondicional de la plaza. El vizconde aceptó, y con ello puso término a más de un siglo de dominación francesa en Saint-Domingue.

Su destino, desde ese instante, fue el del vencido irreconciliable. Embarcado junto con sus oficiales en los navíos ingleses, fue trasladado primero a Jamaica, donde permaneció bajo custodia militar, y luego deportado a Inglaterra. Allí viviría casi nueve años de cautiverio, entre 1803 y 1811, como prisionero de guerra del Imperio británico. Napoleón, absorbido por las campañas de Europa, apenas se interesó por su suerte. El vizconde, que había servido con ardor al poder napoleónico, fue olvidado por el mismo gobierno al que había sacrificado su nombre y su carrera.

Durante su prisión en Inglaterra, se produjo uno de los episodios más singulares de la historia diplomática del período. Su padre, el anciano mariscal de Rochambeau, dirigió una carta a Lord Cornwallis, apelando a los recuerdos de Yorktown. Le recordaba cómo, en 1781, el ejército francés había tratado con humanidad y decoro a los vencidos ingleses; pedía ahora, en nombre de aquella cortesía militar, un gesto de reciprocidad para con su hijo. Pero la respuesta británica fue fría y formal. El hijo del libertador de América permaneció tras las rejas de los vencedores de Napoleón.

Cuando finalmente fue liberado, en 1811, regresó a Francia como un hombre quebrantado. Su carrera militar había concluido; su nombre, cubierto por la sombra de la derrota, evocaba no ya la gloria de Yorktown, sino la ruina de Saint-Domingue. Murió pocos años más tarde, retirado de toda actividad pública, mientras Europa era transformada por el Congreso de Viena. Ninguna apología pudo rescatar su memoria del descrédito moral que dejó su paso por Haití.

La petición de Rochambeau y la respuesta del Marqués de Someruelos

El proposito del pliego de peticiones de Rochambeau era obtener auxilio material para sostener la resistencia francesa frente a la insurrección general de los esclavos. Las súplicas incluían víveres, municiones, dinero, madera, medicinas y animales de presa, bajo el argumento de que la ruina de la colonia francesa arrastraría consigo la seguridad de toda la región antillana.

El gobierno de La Habana respondió con una generosidad que delata la gravedad del momento. Someruelos dispuso el envío de más de 722 150 pesos fuertes en asistencia directa, además de embarcaciones con carne salada, arroz, harina, madera y armamento. Pero lo más singular —y moralmente más perturbador— fue la provisión de perros de presa, animales criados en Cuba para la persecución de cimarrones, que se enviaron a Saint-Domingue con el fin de ser utilizados en las operaciones de exterminio emprendidas por Rochambeau.

Según la correspondencia conservada, en febrero de 1803 partió desde La Habana el primer embarque con cuatrocientos perros, seguido pocos meses después por otro envío de cien ejemplares adicionales. Los agentes franceses establecidos en Cuba gestionaban estas operaciones de modo continuo, justificando su urgencia con el argumento de que “el peligro que amenaza a Francia amenaza también a España”. El objetivo, declarado sin eufemismos, era la aniquilación total de los rebeldes negros y la posterior importación de nuevos esclavos africanos que repoblaran la isla.

El auxilio cubano, sin embargo, llegó cuando la suerte de Saint-Domingue estaba sellada. Para entonces, el ejército francés había sido diezmado por la fiebre amarilla, la falta de suministros y el asedio de Dessalines. Los perros, inútiles en el combate, se aterrorizaron ante el estruendo de las armas y acabaron, en su mayoría, devorados por los propios soldados hambrientos.

La desesperada gestión de Rochambeau y la colaboración material del gobierno de Cuba revelan la estrecha solidaridad contrarrevolucionaria que unió, en aquel momento, a los remanentes del poder colonial francés y a las autoridades españolas. Pero también marcan el tránsito de una era. Francisco de Arango y Parreño, enviado poco después a Saint-Domingue por Someruelos, comprendió que el auxilio concedido no salvaría a la colonia, sino que confirmaba su fin. En su informe, ya vislumbraba el destino que aguardaba a Cuba: la ruina de Saint-Domingue sería el punto de partida de su propia prosperidad, y la advertencia más severa de que ningún orden colonial puede sostenerse indefinidamente sobre la violencia.

La derrota de Rochambeau se haya precedida de varias acontecimientos trágicos encadenados: la ruptura de las paces de Amiens entre Inglaterra y Francia en julio 1803 en Saint Domingue que llevo a la Royal Navy  a un bloqueo maritimo estricto  contra las fuerzas francesas, donde se desarrollaba la expedicion de Saint Domingue. Bloquearon Cap Francais, la Mole de Saint Nicholas, capturaron convoyes y fragatas francesas en Les Cayes y otros lugares; interceptaron pequeñas embarcaciones y navios de linea. Esto privó a las tropas francesas de avituallamiento y de refuerzos. A estas circunstancias, de por sí catastróficas, se añaden los resultados calamitosos de las erráticas disposciones de Rochambeau, que unificó a los mulatos y a los negros, en contra del poder francés. El cambio de bandos de las tropas polacas y alemanas desmoralizó a las tropas francesas, que iban ya de capa caída con los estragos de la fiebre amarilla. Todas esas circunstancias aceleraron el desplome final que tuvo perdidas muy superiores a la gran derrota de Waterloo:  pérdidas humanas catastróficas: De los 58,000 soldados enviados a Saint-Domingue, más de 52,000 murieron, principalmente por enfermedades tropicales como la fiebre amarilla.  Tras la rendición ante el comandante Loring, jefe de la Armada británica,  en diciembre de 1803  y la  inmediata\ evacuacion de las tropas francesas,  pocos días después el 1 enero de 1804, las tropas de Jean Jacques Dessalines proclamaron la Independencia.

2-Referencia de Tesis Doctoral (Contexto de la Misión):

Feò Valero, J. (2015). Haití: Un difícil equilibrio entre el Derecho Internacional, los Derechos Humanos y el Desarrollo. (Tesis doctoral). Valencia, España: (Se menciona al Conde de Rochambeau como el bastión al que se había replegado).

Rochambeau (Jean-Baptiste Donatien de Vimeur, conde de Rochambeau, el Mariscal)

1-Referencia de Memorias (Obra Principal):

Rochambeau, J. B. D. de V., Comte de. (1809). Mémoires militaires, historiques et politiques, de Rochambeau. (J.-C.-J. Luce de Lancival, Ed.). Fain, Imprimeur. (Obra póstuma del padre del general en Haití, publicada dos años después de su muerte).

Arango y Parreño, F. (1803). Informe reservado al Marqués de Someruelos sobre el estado de Saint-Domingue. Archivo Nacional de Cuba, Fondo Gobierno Superior Civil.

Manuel Núñez Asencio

Lingüista

Lingüista, educador y escritor. Miembro de la Academia Dominicana de la Lengua. Licenciado en Lingüística y Literatura por la Universidad de París VIII y máster en Lingüística Aplicada y Literatura General en la Universidad de París VIII, realizó estudios de doctorado en Lingüística Aplicada a la Enseñanza de la Lengua (FLE) en la Universidad de Antilles-Guyane. Ha sido profesor de Lengua y Literatura en la Universidad Tecnológica de Santiago y en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, y de Lingüística Aplicada en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Fue director del Departamento de Filosofía y Letras de la Universidad Tecnológica de Santiago y fue director del Departamento de Español de la Universidad APEC. Autor de numerosos textos de enseñanza de la literatura y la lengua española, tanto en la editorial Susaeta como en la editorial Santillana, en la que fue director de Lengua Española durante un largo periodo y responsable de toda la serie del bachillerato, así como autor de las colecciones Lengua Española y Español, y director de las colecciones de lectura, las guías de los profesores y una colección de ortografía para educación básica. Ha recibido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Ensayo de 1990 por la obra El ocaso de la nación dominicana, título que, en segunda edición ampliada y corregida, recibió también el Premio de Libro del Año de la Feria Internacional del Libro (Premio E. León Jimenes) de 2001, y el Premio Nacional de Ensayo por Peña Batlle en la era de Trujillo en 2008.

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