De mi paso por el taller literario Cesar Vallejo de la UASD –de 1990 a 1995–, durante la dirección de Jorge Piña y la asesoría de Fernando Vargas, a uno de cuyos integrantes, que recuerdo con más afectos, es a Gerardo Castillo Javier. Quizás porque luego fuimos condiscípulos en la UASD, al compartir una clase que impartía el poeta Enrique Eusebio. Además porque también, más tarde, fuimos compañeros –y somos—de la Escuela de Letras, y durante unos años, viajamos a impartir docencia en Mao y Santiago Rodríguez –de 1997 a 2004. O tal vez, la más sincera: por su carácter afable, su personalidad entrañable y su temperamento apacible. De todos, siempre era el que poseía la mayor serenidad, acaso por su vocación religiosa, pues provenía del evangelio cristiano y de la predicación bíblica, práctica que abandonó para más tarde, recuperar. (Tardíamente o no sé si nunca la abandonó). Y esa mística, a mi juicio, ha permeado y alimentado su obra literaria, acaso por su cultura teológica, además de sus lecturas taoístas (de la tradición hindú o china) o de otras lecturas secretas y esotéricas.
Pero su obra es producto de su carácter o este ha irrigado a aquella, en vista de que tampoco es un ser de mundo ni los bajos instintos de la concupiscencia ni de la bohemia citadina. Su literatura, en cambio, dimana de sus lecturas teologales, y se alimenta de la sabiduría de los profetas. De ahí que su primer libro se titule " Salmos apócrifos", de 1996, un texto nutrido de la tradición bíblica –de los salmos, los libros y proverbios—situado en la órbita de la poesía mística o ascética. Luego nos sorprendió, en 1999, con su incursión en la narrativa, con su libro Entre dragones, un conjunto de microrrelatos y cuentos cortos, en el que refleja una poética narrativa, de calado fantástico. Más tarde retorna a la poesía, con matiz experimental, con su breve poemario Poesía inmóvil. Fenómeno fi, en 2008. En tanto se aboca en un proyecto de largo aliento, al introducirse en la novela, con Invocar a un ángel, en 2011, y en 2015 (producto de un programa denominado Proyectos Culturales del Ministerio de Cultura), edita la enorme antología panorámica del sur dominicano, titulada Flor de cactus, en 2015, pues es oriundo del sur profundo: Las Matas de Farfán, de la provincia de San Juan de la Maguana.
Su más reciente libro, Sendero entre las piedras (Dragón Editorial, 2025), sorprende por su giro expresivo, temático y formal. Se trata de una obra, a mi juicio, híbrida, poliédrica –acaso inconsciente–, a caballo entre el microrrelato, el aforismo y el fragmento filosófico. Confieso –y reitero—que me sorprendió y conmovió, al leer un texto de madurez, inteligente, agudo, profundo e iluminador. Esta obra consta de siete partes: El resplandor, La casa, El río, El vacío, Las sombras, Las cavernas y Yo. Evoca a la tradición presocrática griega, a la forma poética de hacer filosofía como aforismos o fragmentos, y que Castillo Javier, nutre con su sabiduría personal y su capacidad de observación y meditación trascendental sobre la vida cotidiana. “Lo que atrae y lo que repele son los extremos de lo mismo”, afirma. Así despega su aventura metafísica, teológica y filosófica por los meandros de la imaginación, la memoria, la inteligencia, y, sobre todo, por la intuición conceptual. Abstrae, divaga, conjetura, argumenta: penetra en el interior de las cosas y en la esencia de lo real. El tiempo, el espacio, el vacío, las sombras, la oscuridad, las cavernas, la luz: los misterios y los enigmas de la naturaleza sobresalen y son objetos de su aguda mirada y sus punzantes disquisiciones. El poeta se vuelve filósofo de la vida y de las cosas. Sus visiones y sus miradas se transforman en observaciones del mundo, al penetrar no como un científico, sino como un poeta filosófico, con espíritu de teólogo. Aquí se combinan, se abrazan y se hermanan el místico, el metafísico y el poeta. Gerardo Castillo (1963), se nos revela un anatomista de las cosas, un químico del alma y un biólogo del espíritu del mundo. Alquimista de la luz y radiólogo de la sombra, Castillo ausculta como un arúspice y escribe lo que ve, piensa y siente. Con parsimonia y serenidad, como un budista o un taoísta, no define sino que hace silencio para escuchar el sonido de la naturaleza y las palabras del vacío. Así pues, el silencio le permite oír la sabiduría de la realidad y decir que piensa desde su experiencia sensible. Lo ayudan su temperamento místico, su espíritu filosófico y su personalidad escrutadora.
Gerardo Castillo ha escrito, pues, un libro inclasificable, y eso es lo que lo hace trascendente: sus ideas brotan de la libertad expresiva y de la aventura de su imaginación serena y transparente. Parte de los grandes temas, que han encendido la mentalidad filosófica y ocupado el intelecto humano. Lo motivan los misterios del mundo, no los problemas de la civilización o de la sociedad o del yo. Su mente vuela y se interna en los intersticios de la luz y la sombra o en límites entre el pensamiento y el silencio. Tampoco brotan de experiencias oníricas, sino de lo visto y entrevisto, del movimiento y el reposo de la naturaleza. Busca así los senderos entre las piedras para hallar no la realidad sino la luz de la verdad. Están en su mundo filosófico los colores del mundo. Se vislumbra el sol y la luna, y la preocupación metafísica por las formas y los contenidos de las cosas sensibles. Capta la imagen del río como movimiento de la vida y del tiempo frente al vacío de espacio, en su pugna con el tiempo y el azar. Entre la caverna y la casa se mueve su ser impulsado por la melancolía de su espíritu. En su mundo de símbolos hay una metafísica entre su yo real y su yo biográfico. Su obra se nutre no del viaje real, sino del viaje inmóvil del espíritu y la memoria. La realidad se fragmenta entre las ilusiones y el silencio. No hay muerte ni vida sino un estado de ser suspendido en el vacío: un espacio que fluye como un río en el tiempo de la experiencia no soñada sino vista y sentida. Los fragmentos son piezas, textos, narraciones metafísicas, viajes interiores. Su ser poético es un ser metafísico que medita y calla. Sus palabras se alimentan del ver y el mirar, y aun del observar. Plasma lo mirado y lo internaliza en su conciencia ontológica. Así articula sus argumentos y teje sus ideas el poeta y narrador Gerardo Castillo: poeta de símbolos y pensador sensible de las cosas del mundo y de la vida. “Como el tiempo o la luz, el río fluye y permanece, como las sombras. El río parece que se va mientras se queda; el tiempo, como la luz, no tiene estación lluviosa y solo se va”, afirma. La metáfora del río de Heráclito lo persigue para definir el movimiento y el fluir de la vida frente al reposo de la muerte. “Si aceptas que el río no es solo agua, aceptarás que te has bañado muchas veces en el mismo río”, dice. Como se ve cada fragmento participa menos de la narración que del poema en prosa o el aforismo (en la tradición de Baudelaire del Spleen de Paris). Así pues, filosofía y poesía dialogan y sirven como pretexto de su discurso filosófico.
Castillo Javier no estudió académicamente filosofía sino letras; sin embargo, su poesía tiene un trasfondo filosófico o, antes bien, teológico, bíblico y místico. Y este libro de prosa aforística lo retrata como un pensador de las cosas, de la intimidad y la interioridad de los grandes problemas filosóficos. Los elementos de la naturaleza y su búsqueda de todo lo existente o arje, lo hacen zambullirse en el tiempo de las cosas y su misterio ancestral y primitivo. “El pensamiento, como el río, fluye. Arrastra sueños y sombras de sueños. Libre de pesares y arrepentimientos, busca la mar que corresponde e imagina una idea a la que fluye todo pensamiento, algo así como la afluencia de todos los caminos a una ciudad soñada que alguna vez existió o existirá”, sentencia.
Su propuesta filosófica en esta obra media entre el vacío como espacio. Busca la plenitud en el vacío, como los budistas. Su espíritu tiene sed de vacío y silencio para alimentar su pensamiento y nutrir su conciencia ontológica de gravedad y gracia, de plenitud y vida contemplativa. Para él, todo es espacio y vacío. Y esa actitud y postura ontológica no lo perturban sino que le inyectan sabiduría, serenidad y quietud. “Todo es espacio. Todo es vacío. Todo es pasado. Como el dibujo de una ecuación imprevista, como el efecto del ayuno prolongado, como la puerta que abre una melodía, a veces, una mano, una palabra nos revela lo imperceptible y, maravillados, nos asustamos”, apunta. Y más adelante remata: “El vacío no existe, es tan solo una atribución, la palabra con que nombramos lo invisible. Aquello, lo que alcanzan los sentidos. Todo ocurre en el vacío. La hoja en blanco, el lecho impermeable del río y la caverna que, tibia, lo acoge: vacío que encierra al vacío”. En su mundo hay una “poética del vacío” o una filosofía existencial del vacío como plenitud del silencio. Su universo de símbolos está poblado de un reino, en el que las palabras buscan su representación en la luz y la sombra. Sus palabras y sus ideas persiguen su representación simbólica, entre el fuego y la ceniza de la intuición. Gerardo Castillo, más científico que poeta, o más filósofo que poeta, se transforma en químico, físico o biólogo para meditar sobre el átomo, la distancia, el tiempo y el vacío. Como Gaston Bachelard, que merodeó entre la ciencia y la filosofía, la imaginación y la ensoñación, tras la búsqueda del reposo, el agua, el aire, el fuego y los sueños, en tanto que Castillo Javier, el poeta y literato, nos recuerda, con sus meditaciones metafísica no cartesiana, la ilación o vínculo entre la filosofía y la ciencia –o las ciencias. Imaginación y pensamiento, intuición e intelecto, lo concreto se transforma en sustancia y lo líquido se vuelve forma, en el universo filosófico del poeta dominicano.
Hay un ritmo vertiginoso en sus ideas y una musicalidad en su prosa que hacen de este libro un canto al mar y al agua, una sinfonía a la luna y una elegía a la luz, en su combate contra la oscuridad del mundo. Sueño y realidad, tiempo y espacio funcionan como ejes de representación simbólica de las oposiciones binarias, o entre las simetrías de las cosas, como lo ve el poeta desde la física cuántica. “Flotamos en el vacío y solo nos salva ese resto de navío que llamamos certeza. Y con frecuencia, no sabemos si sabemos. Asidos a la certeza flotamos bajo un sol oscuro sin percatarnos que son certezas el origen de las sombras que caen al vacío”, dice.
Este libro es un canto al vacío. También es un juego del pensamiento con el azar y las certezas: un dilema de la vida entre la caverna y la casa, el nomadismo y el sedentarismo. O entre el sueño y la vida despierta. “Sueño que duermo en la caverna y que está cerrado el sendero entre las piedras húmedas. En este sueño ni se respira ni se ve y las voces abrumaban tanto que se impone con violencia la necesidad de escapar. Dudo si escapar del sueño o de la caverna y comprendo que son lo mismo. La salida es dejarlo atrás y renunciar a desear”, afirma. Así como esta reflexión, hay tantas otras, matizadas de dudas y perplejidades, como la vida misma y de enigmas como la realidad misma. La parábola, la paradoja y la metáfora perfilan las nociones y las aproximaciones de sus definiciones de las certidumbres. Las analogías y las representaciones actúan en las intuiciones de la inteligencia, como fantasmas y ecos de sus abstracciones conceptuales. No pocas de sus meditaciones, como se ve, están inspiradas en las parábolas bíblicas y en la literatura sapiencial. Como utopía, distopía o entropía, el espíritu de las letras que encarnan las ideas de Castillo Javier, nos ponen a pensar, repensar y meditar lo dicho, por el tamiz de su mente y su corazón. “La caída en la luz es la sombra. El ascenso del resplandor por la vana gloria de procurar la admiración de los hombres y convertirse en la caricatura de un dios que con la luz se come el mundo. La sombra es la entropía de la sombra”, sentencia. Nuestro poeta Castillo deviene aquí pensador de ideas propias, personales y sentenciosas, como un dios filosófico y verbal. Así se expresa y se desplaza entre fragmentos, como un Zaratustra nietzscheano, cuando habla desde el mito y el símbolo. O cuando sentencia, desde una voz metafórica que va “más allá del bien y del mal”, como un dios personal, omnímodo y omnipresente. Oigamos su voz sentenciosa: “De la combustión de las sombras nace la luz. Las sombras jamás mueren o caen. Tan solo se disipan cuando la luz parece ahuyentarlas. La luz, en cambio, muere al llegar al límite que impone la fuente. El incendio de la sombra crea el fulgor, como crea el núcleo en sombras del sol su hermosa y atroz apariencia amarilla”. Se aprecia en el corpus textual de este libro un trasfondo no nihilista sino teológico, cuya piedra angular deviene en metáfora del pensamiento.
Esta obra es, en efecto, un tratado de la luz y la sombra, iluminado por el pensamiento poético. O, más bien, un tratado fragmentado y fragmentario sobre el mundo y la naturaleza, en clave filosófica y narrativa, con aliento poético. Luz, tiempo y cuerpos se entrecruzan en el espacio y el vacío de las cosas, los objetos y sus representaciones. Así pues, la luz y la sombra son los protagonistas de su mundo, y son las ideas que mueven y dan energía a todo lo existente. Salomón, Arjuna, los profetas, la cultura popular, el campo y la provincia aparecen como figuras, figuraciones y personajes de inspiración. Luz, oscuridad, caverna, río, vacío, silencio, reposo y casa articulan su universo real. Su ser habita y vive en la casa moderna, que representa la caverna primitiva. “En los rincones en sombra de la casa o la caverna, donde la fragancia se vuelve intensa y me hace abrirlo todo y cerrar los ojos, allí, nace el poema”, afirma, en clave de definición del poema. Así, la vida humana transcurre entre la caverna y la casa; es decir, entre la “caverna platónica” y la casa del poeta. “Bajar a la caverna es volver al principio sin la necesidad de olvidar o recordar. La caverna es el origen que a sí mismo se preserva y solo está ahí para salvar la luz o la memoria que irremediablemente se dispersa. La caverna extraña la luz que ha partido sin saber que así da inicio a la entropía y al poema”, aduce. El poeta y narrador aquí intenta darle sentido no a la realidad sino a las apariencias de las cosas, en su tentativa por conocer su entorno y desocultar lo oculto, revelar lo sombrío y desnudar lo luminoso. De ese modo, lo vemos meditar sobre las moléculas, los átomos y las galaxias como un alquimista o un dios de la ciencia. Gerardo Castillo crea un mundo ficticio de representaciones intelectuales –no ideológicas—con las que conceptualiza y piensa el mundo exterior desde su yo personal.
En la parte final, titulada Yo, su ser filosófico se encuentra a sí mismo, al encontrar el amor, saciando su sed de eternidad, al cristalizarse con el cuerpo de la amada, Alki, la mujer, la consumación de la ilusión. Es decir, el sueño con que la sueña, la inasible, la paloma agazapada “en el estanque del sueño”…, “dúctil como la masa amorfa del sueño”. Y se despide: “Entonces, el tiempo no cuenta y nos resultan cortas las horas del amanecer”. Gerardo Castillo, en suma, parte de lo cotidiano y de la experiencia filosófica de la percepción sensible para edificar una arquitectura metafísica poblada de símbolos de la naturaleza. Con este libro, abre un sendero al pensamiento y postula un desafío a la imaginación lectora; también, un reto a la decodificación y una luz a su deconstrucción hermenéutica.
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