En el mundo cibernético, el algoritmo, en su pretendida neutralidad, impone un orden virtual. No interpreta el mundo ni el cibermundo, solo lo prefigura, lo programa; no es un sujeto cibernético, individuo viviente con lenguaje y pensamiento. De ahí que las operaciones algorítmicas, de manera especial de la inteligencia artificial (IA), no buscan verdad, sino eficiencia; no compresión, sino correlación. Así, la lógica del cálculo sustituye la lógica del sentido que se encuentra en el discurso del sujeto, dado que es el único que posee lenguaje, vive en sociedad- lengua-cultura.
De esto se desprende que el verdadero riesgo no habita en la IA que predice y razona de manera lógica a partir de patrones inscritos en vastos volúmenes de datos, sino en el sujeto que abdica del pensamiento. Al renunciar a pensar, el sujeto se convierte en un cibermonigote del dispositivo, un engranaje más en la maquinaria técnica, y deja de ser un ser consciente capaz de articular el vivir, el decir y el hacer.
Es el sujeto, y no la máquina, quien a través del lenguaje y el discurso otorga sentido y significado al mundo y, por extensión, a la propia IA. Por ello, aunque esta pueda procesar ingentes cantidades de información, permanece ajena al lenguaje en su dimensión simbólica, y desconoce la ética y la cultura que orientan las acciones humanas.
En ese ir y venir de un lado a otro como aventurero del ciberespacio, el sujeto cibernético como ser viviente ha perdido la privacidad y ante todo es indiferente ante el dolor; sus andanzas virtuales por las redes sociales no lo dejan pensar en lo transido, le rehúye a esto, porque no quiere pensar que es un ser herido. No comprende que su herida es lo que resiste a la digitalización y que esta le quita el engreimiento y la vanidad de pensar que es un ser único y que, como narciso desdichado puede ser el dueño y dictador del mundo y el cibermundo.
Sin embargo, este sujeto vive bajo la emergencia permanente del cambio climático. Su existencia está atravesada por la conciencia de un planeta herido y por la incertidumbre de un futuro cada vez más precario. Su vida es adaptación y resistencia frente a un entorno que cambia con mayor rapidez que su capacidad de respuesta: huracanes cada vez más feroces y tecnologías cada vez más disruptivas llegan antes que las estrategias para enfrentarlos.
El discurso filosófico de Weil sobre la desdicha no eclipsa el dolor; más bien, reconoce que este forma parte fundamental de su contenido y lo hace posible como experiencia consciente.
Algunos de estos sujetos han perdido la capacidad de pensar más allá de los dispositivos; no comprenden que estos están envueltos en información y que, como tal, él tiene que reformularla y procesarla en conocimiento, categorizar y no rumiar conceptos que han sido producido por la propia IA.
Vivimos en un tiempo socio tecnológico que transcurren a velocidad vertiginoso, el sujeto planetario, del mundo y cibermundo es un ser marcado por la ansiedad ecológica y la urgencia ética de repensar su relación con la cibernética, la ecología y la filosofía, lo que categorizo como ciberecosofía (Merejo,2024).
En la ciberecosofía, todo está entrelazado: lo cibernético, lo biológico y lo pensante. Ya no hay fronteras nítidas entre el espacio y el ciberespacio, entre lo real y lo virtual. Vivimos integrados, y por eso la preocupación también es total: cada herida en la tierra repercute en el cuerpo, y cada falla en el sistema tecnológico revela un desequilibrio en lo humano.
En este entramado donde todo se mide, el sufrimiento recuerda que aún existen zonas imposibles de cuantificar, territorios vivos atravesados por el dolor. ¿Qué es lo transido sino ese dolor profundo, moral y físico, que deja abatido al ser que habita y siente?
El sujeto planetario debe reconocer su fragilidad, su límite, su mortalidad. Comprender que posee lenguaje, no instrucciones. A diferencia de la IA, que actúa desde la orden, el sujeto, aunque todavía no sea plenamente consciente de ello, responde desde lo transido, desde la experiencia de estar tejido con todo lo que respira y padece, tanto en el mundo como en el cibermundo.
La ciberecosofía nos invita a pensar como totalidad sistémica entre técnica, vida y pensamiento. No como opuestos, sino como partes de una misma trama donde el dolor, el lenguaje y la energía se tocan, recordándonos que existir es también cuidar lo que aún no puede ser medido de manera burda.
El dolor como parte de lo transido es memoria y recuerdo de que somos finitos en el universo infinito, contrario al algoritmo de la IA, que no tiene conciencia del límite como tampoco del dolor. Byung-Chul Han (2025) reflexiona sobre el dolor a partir de los escritos de la filósofa Simone Weil, explicando la relación estrecha que existe entre el dolor y el cuerpo. Sin dolor, “no hay realidad, no hay presencia” (…) el dolor ancla el ser en el cuerpo” (Han, p.60).
El filosofar de Han sobre el dolor se inscribe en el de Weil, cita un ejemplo ilustrativo de esta filósofa: “Cuando un aprendiz se hace daño o se queja de cansancio, los obreros, los campesinos, tienen una hermosa expresión: “Es el oficio que entra en el cuerpo’”.
De este modo, Han sigue citando a Weil: “Cada vez que sufrimos un dolor podemos decir en verdad que es el universo, el orden y la belleza del mundo, la obediencia de la creación a Dios, lo que nos entra en el cuerpo” (Ibid.).
Antes de este texto: Sobre Dios. Pensar con Simone Weil (2025), y en el que se encuentra el tema “Dolor: imprescindible para alcanzar la eternidad desde el tiempo” (pp. 2025, 59–64). Han, ya había abordado el tema del dolor en su ensayo La sociedad paliativa (2021):” Solo lo vivo, la vida capaz de sentir dolor es capaz de pensar. La inteligencia artificial carece de esta vida”. Está lo que “un aparato de cálculo” de “aprendizaje profundo (…) incapaz de tener experiencia. El dolor es lo único que transforma la inteligencia artificial en espíritu”. (Han, 2021, p.63).
Como podemos apreciar, esta idea de Han, se enlaza directamente con el texto que Han escribe sobre Weil (2025) y en el que puntualiza que la ausencia de dolor conduciría a una falta de empatía o sensibilidad hacia los demás. El sufrimiento, en este sentido, cumple una función profundamente humana: nos atraviesa, nos transida, revelando nuestra vulnerabilidad y recordándonos que somos seres expuestos al dolor y al encuentro con el otro. Sin esa experiencia que nos traspasa y nos hace conscientes de la fragilidad compartida, se diluiría la conexión emocional que nos impulsa a cuidar y comprender al otro.
Por lo que en estos tiempos cibernéticos y transidos y, siguiendo a Han: “Las ideas de Weil acerca del dolor nos resulta extraña. No en vano, hoy en día somos hostiles o ciegos al dolor. Rechazamos el dolor en cualquiera de sus formas. Nuestra sociedad está dominada por la algofobia. Ni siquiera el amor debe doler. Incluso el arte y la música son víctimas de este delirio por la complacencia” (Han, 2025, pp. 62-63).
En esa misma línea, el autor afirma que (…) “rendimos culto al dispositivo de la felicidad. El dolor es una desdicha que hay que evitar a toda costa. Esta sociedad paliativa, enemiga del dolor, se parece a ese mundo feliz de Huxley en el que el sufrimiento está estrictamente prohibido: cualquier necesidad debe satisfacerse de inmediato” (Han, 2025, p.63).
En la parte final de estas reflexiones filosóficas que Han hace sobre Weil, expresa lo siguiente: “Simone Weil vivió en la sociedad disciplinaria de las fábricas y las instituciones educativas y sanitarias, donde el dolor disciplinante aún era un importante factor de producción. Nosotros, en cambio, vivimos en la sociedad neoliberal del rendimiento. Aquí no hay espacio para el dolor. La capacidad de rendimiento no debe incrementarse a través del dolor, sino de la felicidad y del bienestar” (Han, 2025, p. 64).
Parte de los planteamientos de Han sobre Weil ya son conocidos y se han realizado tesis doctorales (Gómez Campos,2016), aunque no con el vuelo filosófico que lo hace él, en cuanto que articula la reflexión de esta filósofa con la época cibernética, la IA y lo digital. Sobre su filosofía hace tiempo tengo conocimiento, aunque inicialmente me enfoqué en su crítica al marxismo y al autoritarismo. Sin embargo, hace varios años le di un giro a su lectura hacia el tema del dolor y la libertad, quizá por mis investigaciones sobre lo transido, que he venido realizando en el ámbito del cibermundo.
En varias conversaciones que sostuve con el filósofo Joseph Mendoza, surgió en más de una ocasión el nombre de Weil. Frente al aula 106, donde llegué a impartir docencia en el Centro Universitario Regional del Este (CURE), el profesor Mendoza me comentaba que Weil formaba parte de su libro, publicado bajo el título Mujeres filósofas y sabiduría para el buen vivir (2024).
También llegué a conocer algunos trabajos de la filósofa Cristina Basili, quien profundiza en el pensamiento de Weil. En su texto, Mendoza presenta a la pensadora bajo el título “Desdicha y dolor, Simone Weil”, donde desarrolla una lectura que enfatiza la noción de desdicha, aunque esta se desborda en el propio dolor. Como expresa el autor: “De ahí que pueda decirse, con toda seguridad, que la desdicha es un sentimiento radical que posibilita el dolor trágico del sujeto que la sufre hasta lo indecible” (Mendoza, p. 178).
Se deja entrever, entonces, que el discurso filosófico de Weil sobre la desdicha no eclipsa el dolor; más bien, reconoce que este forma parte fundamental de su contenido y lo hace posible como experiencia consciente.
En su texto La gravedad y la gracia (1994), reflexiona sobre cómo la apariencia impone cadenas al ser, a la existencia del sujeto como ente individual y social, y sostiene que solo el dolor puede liberarlo:
“La apariencia se adhiere al ser, y únicamente el dolor puede arrancar al uno de la otra. Quien tiene el ser no puede tener la apariencia. La apariencia pone cadenas al ser. El paso del tiempo arranca violentamente al parecer del ser y al ser del parecer. El tiempo pone de manifiesto que no es la eternidad” (Weil, 1994, p. 50).
La apariencia encierra al ser, al propio sujeto, porque lo reduce a lo superficial, a lo visible, a aquello que los demás esperan o desean ver. En estos tiempos cibernéticos, esa tensión se intensifica: las redes sociales y lo virtual nos invitan a habitar la superficie, a confundir la imagen que proyectamos con lo que realmente somos. Hemos aprendido a mostrar más que a ser, y el dolor, esa experiencia que desnuda y revela la verdad del existir, queda eclipsado por la prisa de lo inmediato y por la ilusión del brillo de La pantalla global (Lipovetsky, & Serroy, 2009).
En el cibermundo, donde todo se publica y se exhibe, el sufrimiento se oculta; y al hacerlo, se pierde también la posibilidad de autenticidad. El tiempo, que para Weil separa lo verdadero de lo efímero, hoy parece comprimirse en la velocidad de las pantallas, en la inmediatez escritural de la inteligencia artificial. Sin embargo, aun en medio de esta vorágine virtual, el ser sigue buscando su hondura, ese espacio donde la apariencia se desvanece y no puede sostenerse.
Estas reflexiones sobre el dolor, y todas ellas, entran en la categoría de lo transido (Merejo, 2017; 2023; 2025). Esta dimensión se encuentra eclipsada en lo virtual, pues somos incapaces de comprender o reconocer el dolor en su sentido filosófico y existencial. Vivimos anestesiados por y para el ciberespacio, y sin una conciencia crítica resulta imposible habitar el cibermundo sin caer en la errancia y la insensibilidad.
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