Hay novelas que no se leen: se excavan. Florbella de Marcio Veloz Maggiolo pertenece a esa estirpe de libros que no se despliegan por linealidad, sino por estratos, como si fueran capas de tierra o de historia que el lector va removiendo para hallar los restos de lo que fuimos. Desde su primera página, se percibe que el autor —ese arqueólogo de oficio y de espíritu— no narra solo un hallazgo material en el río Soco, sino una búsqueda de sentido, un descenso a la raíz simbólica del Caribe, donde lo mítico y lo cotidiano se entrelazan como las raíces de un manglar. Y ahí, en medio del fango luminoso del tiempo, surge Florbella: la mujer, la estatua, el mito, la memoria.
Florbella no es simplemente una novela arqueológica; es una novela sobre la pasión humana de mirar hacia atrás, de hurgar en lo enterrado. Marcio Veloz Maggiolo, con su escritura de barro y poesía, nos enfrenta al acto de excavar como metáfora de conocimiento. Los personajes, arqueólogos y científicos, creen que están desenterrando un objeto sagrado, pero en realidad lo que van sacando a la superficie es su propio deseo, su propia historia, su propia culpa. En el fondo, la excavación se vuelve un espejo: cada fragmento de piedra revela un pedazo de la condición humana.
He leído Florbella no como un lector neutral, sino como quien participa del mismo temblor de los que cavan. Porque en esa narración hay un temblor que atraviesa el Caribe entero: el temblor del mestizaje, del origen confuso, de la duda sobre quiénes somos. Cuando el narrador y su equipo descubren la estatua en el cauce del río Soco, el hallazgo se convierte en una especie de revelación profana. Florbella aparece con la carga de los mitos femeninos que han dominado nuestra sensibilidad insular: la diosa taína, la virgen colonial, la amante perdida, la mujer ausente que sostiene el peso de una memoria colectiva.
Lo más interesante —y lo más maggioliano— es cómo el autor funde ciencia y mito, arqueología y sueño. En manos de otro escritor, el hallazgo de una estatua podría derivar en una trama de aventuras o de misterio histórico. Pero en Veloz Maggiolo, ese suceso se convierte en una meditación sobre el tiempo. Florbella es piedra, pero también carne; es historia, pero también deseo. Esa dualidad recorre toda la obra del autor, desde El hombre del acordeón hasta El difunto nunca muere. En Florbella esa tensión alcanza una claridad poética particular: la materia arqueológica se transforma en metáfora erótica, y el río —ese río del este dominicano— se vuelve una corriente donde fluyen los fantasmas de la historia.
Opino que Florbella es una de las novelas donde Marcio se permite ser más íntimo y al mismo tiempo más simbólico. No busca tanto narrar un acontecimiento como indagar en el sentido del hallazgo. ¿Qué es encontrar algo? ¿Qué significa descubrir lo que estaba escondido? En ese gesto de sacar del lodo una figura femenina hay una alegoría del conocimiento, pero también una advertencia: cada descubrimiento implica una pérdida, cada verdad desenterrada nos transforma. El narrador no sale indemne de esa excavación, y el lector tampoco.
Yo siento que el mayor logro de esta novela no está en su trama, sino en su atmósfera. Marcio Veloz Maggiolo logra que uno respire el aire húmedo del Soco, que oiga el zumbido de los insectos, que vea cómo el sol carcome los objetos hallados, devolviéndolos a la naturaleza. Su lenguaje tiene un ritmo ondulante, mezcla de prosa científica y canto poético. No hay prisa narrativa: la acción se suspende para que la descripción se vuelva casi litúrgica. Esa lentitud tiene algo de rito, como si cada palabra fuera una pincelada de tierra removida con delicadeza.
Por momentos, la novela me recuerda a los relatos del realismo mágico, pero con un pie más firme en lo arqueológico y lo antropológico. Veloz Maggiolo no necesita inventar prodigios: los encuentra en lo real. El milagro está en el barro, en el objeto que resiste el tiempo, en la mirada que se atreve a interpretarlo. Esa es la gran lección de Florbella: que la maravilla no está fuera de nosotros, sino en la forma en que miramos el pasado.
Hay una lectura posible —y yo la sostengo— que ve en Florbella una alegoría del Caribe dominicano, de su condición de territorio excavado por múltiples culturas y poderes. La estatua hallada podría representar la memoria indígena, soterrada bajo siglos de colonización, modernidad y olvido. Cuando los personajes la sacan del río, en cierto modo devuelven al presente un pedazo de esa identidad reprimida. Pero el gesto no es inocente: al apropiarse del objeto, al convertirlo en objeto de estudio, lo despojan de su misterio original. En ese sentido, la novela se convierte también en una crítica al poder del saber occidental, que a veces destruye lo que toca por querer comprenderlo.
Y sin embargo, hay en Veloz Maggiolo una ternura por esa fragilidad humana. Los arqueólogos de Florbella no son villanos, sino seres movidos por una curiosidad casi sagrada. Yo diría que el autor los trata con la misma compasión con que observa a los pescadores o a los campesinos de sus otros libros. Su mirada es siempre comprensiva, y por eso su literatura no juzga: revela.
También hay un componente sensual muy fuerte. Florbella no es solo una estatua: es una presencia femenina que despierta deseo, que inquieta a los hombres, que los enfrenta a su propio límite. Esa mezcla de erotismo y conocimiento es una constante en Maggiolo. En La mosca soldado o Trujillo, el tirano que todos llevamos dentro, el cuerpo aparece como espacio de inscripción histórica. En Florbella, el cuerpo —aunque sea de piedra— se vuelve el lugar donde se graban los signos del tiempo. Es un cuerpo-imagen, un cuerpo-idea. Por eso la novela no solo habla de arqueología, sino de amor, de obsesión, de lo inalcanzable.
Yo confieso que lo que más me emociona en Florbella es su tono de melancolía. No una melancolía triste, sino luminosa: la del hombre que mira el pasado sabiendo que ya no puede recuperarlo, pero que igual insiste en tocarlo con las manos. Marcio Veloz Maggiolo escribe desde esa conciencia del tiempo perdido, desde esa ternura por lo desaparecido. Es, en el fondo, una novela sobre la imposibilidad de volver al origen. Y sin embargo, toda su belleza radica en ese intento.
En cuanto a su estilo, se nota la madurez del autor. No hay excesos, no hay retórica vacía. La narración fluye con la calma de quien domina su oficio. Veloz Maggiolo escribe con la sabiduría de un hombre que ha vivido entre libros, excavaciones y memorias. Su lenguaje es claro pero denso, poético sin caer en el artificio. Y lo que más valoro: hay verdad. Se siente que el autor cree en lo que escribe, que no hay en él pose ni vanidad literaria.
Florbella también es una novela sobre el destino del arte. La estatua hallada es, en cierto modo, una obra de arte que sobrevive al tiempo, que desafía la muerte. El acto de contemplarla es una forma de redención. Ahí Veloz Maggiolo nos habla del poder de la belleza, de cómo un objeto puede contener siglos de historia y, al mismo tiempo, despertar en nosotros una emoción nueva. En esa dimensión estética radica parte de la grandeza del libro.
En mi opinión, Florbella es una de las obras más simbólicas del autor, y quizá una de las más completas para entender su pensamiento. En ella confluyen sus obsesiones: la identidad caribeña, la arqueología como forma de conocimiento, la mujer como misterio fundacional, la memoria como acto poético. Es, además, una novela que nos obliga a repensar qué significa ser dominicano, qué significa venir de un territorio donde el pasado siempre está a punto de resucitar.
Cuando cierro el libro, me queda una sensación extraña, mezcla de revelación y de pérdida. Siento que también yo participé en la excavación, que algo en mí se removió junto con la tierra del río Soco. Porque leer Florbella es precisamente eso: remover. No se trata solo de entender una historia, sino de sentir que el pasado nos respira desde el fondo. Y ahí, en ese aliento antiguo, se reconoce la voz de Marcio Veloz Maggiolo: la voz de quien sabe que escribir es excavar la vida hasta encontrar, en medio del fango, una forma de belleza que todavía nos mira.
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