No tiene por qué el orgullo estar reñido con la modestia. Pero la presunción, en cambio, camina a la par de la insensatez. En 1929, Dámaso Alonso viajó a Nuevo México. Recorrió una zona popular. «Trepé primero –escribe– por una escalera de mano, vertical; atravesé una azotea; otra segunda escalera vertical; otra azotea, y al fondo de la azotea, una cocina. En la cocina una india muy vieja, que me dice 'Buenos días, señor', en el más puro castellano». En el mercado de Oaxaca, escucho al vendedor cómo debo cuidar, humedecer y planchar un sombrero trenzado. Metros más allá una mujer indígena, de pertenencia zapoteca, vende cerámicas. Tomo un plato rojizo. Es una pieza elaborada sin torno. Reciente y casi prehistórica. Intento conversar, pero ella sólo repite el precio y 'xquíxepe lii' cada vez que pretendo saber algo más. Hoy en Madrid, veinte años después, escribe este artículo mi mano a veinte centímetros de aquel plato vendido por una mujer de trenza y rebozo. No sé si entendía todas mis palabras, pues sólo hablaba zapoteco.
En el café que frecuento cuando estoy en Bogotá, un amigo con el que converso de literatura se dirige a mí diciendo: «¿Y su merced qué opina de este poeta?». Cierto otoño, al terminar una conferencia en Bulgaria, se me acercó un caballero, me regaló un libro y me habló en ladino.
Aquel perfecto idioma de Nuevo México. Las palabras zapotecas de agradecimiento en Oaxaca. El castellano antiguo del café bogotano o las palabras del sefardita. Esta es la realidad del español. Unas veces lengua activa, otras una lengua que sólo se sabe pasivamente. También una lengua que, desde la modernidad, puede resistirse al cambio. «Crear, hablar, pensar, todo es un mismo/ mundo anhelado, en el que, una a una,/ fluctúan las palabras como olas», leo en un soneto de Dámaso Alonso.
Quinientos, seiscientos millones de hablantes. Sí, pero la demografía no tiene mérito alguno. Lo saben los sociolingüistas, tal vez no los filólogos. No repitamos una y otra vez que el español es la segunda lengua por hablantes nativos. Las lenguas se imponen por su utilidad y su prestigio. La ecología lingüística es sentimentalmente elogiable, pero reaccionaria desde el punto de vista histórico. Las lenguas son organismos vivos, nacen, se desarrollan y desaparecen cuando muere su penúltimo hablante. Un militante de un partido indígena de extrema izquierda me explicaba en Asunción, cuando acababa de aprobarse en Paraguay una Constitución que estipulaba el bilingüismo: «Es una maniobra de la oligarquía para poder mantenernos como proletariado barato».
El profesor portugués Carlos Reis escribió en el 'Jornal de letras', de Lisboa, que España es el país europeo que menos defiende su propia lengua. No puedo asegurar que sea cierto, pero es como nos ven los científicos extranjeros que nos conocen bien.
Antonio Muñoz Molina escribió una vez que, en los Estados Unidos, el español era la lengua de la pobreza. Todo puede estar cambiando y no es lo mismo en un estado de la Unión que en otros. Pero un juez le retiró la custodia de sus hijos a una mujer latina porque, como no hablaba inglés –decía la sentencia– nunca podrían acceder a la cultura. Los periódicos informan hoy día de que hablar español por la calle puede hacer a las personas sospechosas de irregularidades penales o administrativas. Me pregunto: ¿ocurriría lo mismo si los paseantes hablasen sueco? La segura respuesta prueba que la demografía no es tan importante para las lenguas. Un economista me contradiría, pero los economistas bajan menos a la calle que los literatos como Muñoz Molina.
El profesor portugués Carlos Reis escribió en el 'Jornal de letras', de Lisboa, que España es el país europeo que menos defiende su propia lengua. No puedo asegurar que sea cierto, pero es como nos ven los científicos extranjeros que nos conocen bien. Nuestros políticos no ayudan mucho, con su insistencia en no hablar español cuando salen de paseo por el mundo. Las universidades tampoco, pues no obligan muchas veces a que los estudiantes extranjeros aprendan el idioma; incluso se puede ser doctor por una universidad española sin saber español: un despropósito. Una catedrática sevillana denunció no hace mucho que justificar un proyecto de investigación ante el organismo ministerial había que hacerlo en inglés. Se trata de un problema que no depende de la ideología, sino del papanatismo nacional.
Quien mucho aprieta, poco abarca. No es posible defender todas las lenguas a la vez. El conocimiento del inglés o del alemán en Holanda es casi universal, porque su lengua es de pocos hablantes; cobra escasa significación en las conversaciones que tienen lugar en Bruselas o en Nueva York. No ocurre lo mismo con el francés, el alemán o incluso el polaco. Si Colombia y Perú pretendieran que el idioma huitoto –por hermoso e internacional que sea y el respeto que merezcan todos sus practicantes–, que cuenta con varios dialectos y siete millones de hablantes, fuera considerada lengua de trabajo en las Naciones Unidas, sólo conseguirían, tras sufragar los numerosos gastos de una oficina de huitoto en el edificio, con director, subdirector, conserje, especialistas, conductores, traductores y personal de secretaría, que se imprimiese en esa lengua la guía del visitante.
Siendo yo director del Instituto Cervantes en Lisboa, en la residencia oficial del embajador de España, el presidente de la Generalitat de Cataluña me preguntó por las clases de catalán en el centro (conviene decir que el catalán y el vascuence empezaron a impartirse en el Instituto Cervantes por decisión de César Antonio Molina, cuando fue director de la institución). Después, Jordi Pujol, quien sabía que yo había estudiado Literatura Catalana en Estrasburgo –la enseñé en la Complutense y escrito sobre varios autores–, me preguntó: «¿Usted cree, Urrutia, que habría posibilidad de incorporar el catalán al bachillerato portugués?». Le expliqué que sólo a partir del curso siguiente el castellano sería asignatura oficial, con la dificultad de que había poco profesorado en condiciones de impartirlo. Entonces, el 'president', tomándome del brazo, me dijo muy resuelto: «Pues defendamos juntos usted y yo el español en Portugal, y ya veremos luego cómo lo hacemos con el catalán». Con orgullo, con modestia, sin insensatez.
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