La tarde descendió sobre Santo Domingo, Ciudad Primada de América, como una luz antigua sobre el monumento a Fray Antón de Montesinos, envolviendo a docentes, bibliotecarios, estudiantes, escritores e intelectuales en un silencio de ceremonia, como si cada uno fuera protagonista de un encuentro llamado a dejar huella. Convocados por la Universidad APEC, Mar de Palabras y el Centro León, aguardábamos el primer encuentro con Irene Vallejo.

María Amalia León,Irene Vallejo y María Teresa Ruiz de Catrain.

El público asistente

María Amalia León e Irene Vallejo.

El salón abierto del monumento se fue llenando de un público que ya sentía a Irene cercana por la intimidad de sus libros.

A las seis de la tarde, Irene Vallejo entró acompañada de María Amalia León. Un murmullo suave recorrió a los presentes: ambas mujeres irradiaban esa ternura serena de quienes saben que la palabra —cuando toca lo esencial— no hace ruido, hace luz. Saludaban sin prisa, con la humildad de la mirada limpia y el gesto que observa y comprende. No buscaban brillar; simplemente iluminaban.

La subida de Irene al escenario despertó un aplauso que parecía venir de un lugar remoto del corazón. Entre abrazos y gratitudes, la autora dejaba ver esa firme fragilidad que la distingue: la delicadeza con que escribe, la ética que sostiene cada línea de su obra.

El diálogo se abre

Irene Vallejo.

Tras la presentación del panel -Irene, María Amalia León y la escritora e historiadora María Teresa Ruiz de Catrain-, la conversación comenzó a fluir como un cauce de claridad.

María Amalia abrió el diálogo con una confesión que estremeció al auditorio. Recordó la pandemia de 2019, ese tiempo suspendido en el que El infinito en un junco fue para ella refugio cálido, lámpara encendida contra la intemperie. Desde esa vivencia íntima trazó un puente hasta el monumento donde nos encontrábamos: símbolo de valentía ética frente a la injusticia. Allí situó también la obra de Irene, que resguarda desde la literatura la memoria del conocimiento y la frágil belleza de las historias humanas.

Irene agradeció con serenidad y nos habló de cómo “respira” el tiempo: cómo el pasado vuelve a latir entre los dedos del presente.

Infancia, lenguaje y el eco de los maestros

Tras ese inicio, María Amalia formuló una pregunta sutil que abrió uno de los momentos más luminosos del encuentro. Fue entonces cuando Irene evocó el papel decisivo de los docentes en su vida, recordándonos que la figura del maestro trasciende toda definición técnica.

Señaló y conmovió, al afirmar que el verdadero peso del maestro radica en su capacidad de modelar futuros, inspirar vocaciones y sembrar valores que sostienen la vida: respeto, creatividad, responsabilidad, solidaridad. El docente, no solo enseña: acompaña, guía, media. Es arquitecto del desarrollo individual y del progreso colectivo. Incluso vinculó esta idea a los Objetivos de Desarrollo Sostenible, reafirmando que cada maestro es un constructor silencioso de humanidad.

María Teresa Ruiz de Catrain, con la delicadeza de su palabra y su rigor intelectual, invitó a Irene a recordar su propia infancia: la niña que escuchaba cuentos desde los tres años, la nieta de educadores, la joven que encontró en los libros una morada frente a la aspereza del mundo.

Fue entonces cuando Irene compartió una reflexión que dejó un eco especial en el auditorio. Explicó el origen de dos palabras:

magíster, del latín magister: “maestro”, “el que enseña”,

ministro, de minister: “sirviente”, derivado de minus: “menor”.

Una risa incrédula recorrió la sala. Allí, entre etimologías, se revelaba un espejo de nuestra época: hoy el “menor” es exaltado como figura de poder, mientras el maestro —el verdadero magíster— sigue siendo uno de los oficios más subestimados, aunque sostenga las raíces de nuestra civilización. Fue un instante de ironía fina y verdad profunda.

La herida silenciosa: el bullying y la escritura como refugio

La escritora Irene Vallejo con el autor de esta crónica Danilo Ginebra.

Hubo un instante especialmente íntimo en el conversatorio, cuando Irene abrió una rendija a su propia historia y habló del bullying, ese acoso escolar que puede marcar la vida de un niño con la crudeza de una sombra que nadie ve. Describió el bullying como un maltrato reiterado -fisico, verbal, psicológico o social- que se repite como un eco hostil en los pasillos de la escuela, y que a menudo deja cicatrices donde otros solo ven silencio.

Con una honestidad que conmovió al auditorio, Irene compartió cómo esas burlas la hirieron en la infancia y cómo, en un gesto de defensa y de ternura hacia sí misma, se refugió en la escritura. Contó que escribía para no traicionar a quienes la maltrataban, porque la niña que fue llegó a creer que la culpa era suya. Esa confesión -tan humana, tan frágil- iluminó la fuerza ética de su obra: convertir el dolor en palabra, y la palabra en un espacio donde otros puedan reconocerse, sanar y resistir.

La cultura como derecho humano

María Amalia León,Irene Vallejo y María Teresa Ruiz de Catrain.

Otro momento de intensa resonancia llegó cuando Irene habló de la cultura como un derecho de todos. Recordó que la cultura no es un lujo ni adorno: es un derecho humano fundamental. Es el derecho a participar en la vida de la comunidad, a expresarse, a acceder al conocimiento y a todas las manifestaciones del espíritu humano.

La cultura —dijo— es raíz de identidad, impulso de desarrollo y tejido invisible de la cohesión social. El silencio asentido del público confirmó que había tocado un punto esencial: la cultura como ese espacio donde aprendemos a ser humanos.

Los libros, las mujeres y los clásicos vivos

La conversación avanzó con suavidad. Irene habló de los libros como refugio; de las bibliotecas como territorios de resistencia silenciosa; de las mujeres que desafiaron moldes para abrir caminos más justos; de los clásicos que siguen vivos, no como estatuas inmóviles, sino como voces que enseñan a pensar, a sentir y a recordar. Evocó también la figura luminosa de Antígona, símbolo de la fidelidad a la verdad frente a la injusticia del poder.

Cada intervención encontraba en ella una respuesta clara, cálida, profunda. El público respondía con aplausos que parecían sellar un pacto de gratitud.

El gesto final

María Amalia León e Irene Vallejo.

Cuando la conversación alcanzó su orilla última, surgió un gesto que condensó la hondura de la tarde. María Amalia León ofreció a Irene Vallejo un ramo de junco dominicano, como si colocara en sus manos la materia viva y humilde que sostiene la memoria de El infinito en un junco. Lo acompañó con palabras de gratitud y asombro por la huella que su libro ha dejado en los lectores dominicanos. Fue un instante en que la literatura se volvió signo visible: un abrazo, una ofrenda, un puente entre mundos.

El público —ya convertido en comunidad de sensibilidad compartida— prolongó esa estela con sus preguntas y reflexiones, como si no quisiera permitir que la luz se disipara.

Así concluyó una jornada donde la palabra iluminó, conectó y celebró. Bajo la mirada eterna de Montesinos, Irene Vallejo honró con su voz la dignidad humana que él defendió siglos atrás. Y nosotros, desde esta orilla del Caribe, fuimos testigos de una tarde en que la cultura volvió a revelarse como acto de resistencia luminosa: un gesto profundo del espíritu humano que, incluso entre sombras, insiste en seguir soñando.

Danilo Ginebra

Publicista y director de teatro

Danilo Ginebra. Director de teatro, publicista y gestor cultural, reconocido por su innovación y compromiso con los valores patrióticos y sociales. Su dedicación al arte, la publicidad y la política refleja su incansable esfuerzo por el bienestar colectivo. Se distingue por su trato afable y su solidaridad.

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