No tengo la fecha exacta de cuando lo construyeron, quizás en otro escrito, corrija el dato de su edificación o amplíe con una estadística estas simples notas, pero cuando llegué a la capital ya el cine, eufemismo para describir aquel lugar, rondaba casi en la decadencia. Estaba, quizás está todavía, ubicado en la calle Marcos Ruiz, mejor conocida como la 20, y su esquina al norte colindaba con la calle Moca.
Eran los primeros meses de 1978 y el mundo era tan pequeño, que todavía Rusia era dueña de la mitad del mundo, la bachata era música de “guardia cobrao” y New York era la meca del sueño americano. Cuando mi primo Gilberto Guerra me llevó, puse en duda su buen gusto y las bondades que él promocionaba del Ketty. De lejos se alcanzaba a ver su portal mugriento. Sus vendedores de friquitaquis, versión dominicana de un sándwich de cuarta categoría, consistente en dos lonjas de pan de agua con una delgadísima muestra de salami salpicado de una rara salsa llamada Pique.
La fila era enorme y había que usar las dos manos para mantenerse en ella: Una, la derecha agarrada al hombro del que avanzaba para evitar que alguien se metiera entre ambos, y la otra, apretando la cartera o el bolsillo delantero del pantalón, para que alguien no te timara en el intento.
Todavía en la fila y próximo a la entrada me asaltaban la dudas de si seguir o devolverme. No lo hice por aparentar una hombría que me faltaba, pero la verdad era que estaba atemorizado con los que alborozados gritaban delante de mí, y con los que impaciente maldecían a mis espaldas. Pero como la cara también es parte del código de la hombría, puse mi peor cara y logré el camuflaje que me permitía seguir allí a pesar del nerviosismo mío y las malas palabras de los asiduos al cine.
Goliat, que era como se llamaba el portero, era parte del rito de la iniciación al Ketty. Debía medir algo más de 6 pies y con una corpulencia física que recordaba los gladiadores romanos. Una década después alguien afirmó que era homosexual y yo que me enorgullezco de ser plural, todavía no creo que aquel mastodonte era afeminado en otra faceta de su vida.
Ya dentro, el cine Ketty impuso sus reales y lo que contaba mi primo Gilberto era totalmente cierto. Era un lugar sacado de una narración truculenta, un híbrido del realismo mágico escrito a dos manos entre García Márquez y José Donoso.
Aquello era demasiado para mi adolescencia pueblerina y conservadora. Ni siquiera las bacanales europeas, ni las orgías romanas, ni las noches de juergas de Singapur, deben de tener la virtud de una catarsis tan exuberante para el espíritu macondiano y caribeño como aquellas noches de cine de pueblo.
Todos los rostros parecían irrepetiblemente únicos, pero hermanados en una misma ilusión, todos buscaban en la magia del séptimo arte, esos momentos de plasticidad y deleite que le robaba el gobierno de Balaguer, la miseria de la clase baja, las redadas de la policía, las frustraciones de no ser alguien en la escala de valores burgueses, la necesidad de satisfacer el ego, la carencia de mujer, la falta de energía eléctrica, el no tener seguro médico, el no poder comprar un carro, el irse y volver en la misma yola hacia Puerto Rico, la solemnidad de la miseria que se mira a la cara día tras día, cuando se sale a buscar el trabajo que sea, a la hora que sea, para ganar lo que sea.
Dentro del Ketty el mundo se detenía y reinventaba. Todos se gritaban y se amaban al mismo tiempo, todos se sabían iguales en su condición de ser natural, en su membrecía del habitad de una desgracia común, viajeros del mismo naufragio, argonautas en las mismas noches de infortunios. Por eso te pedían una colilla sin aun conocerte, por eso te brindaban un trago a “picoebotella” sin haberte visto antes, por eso guardias y civiles se celebraban sus mutuos pecados y vergüenzas, y aunque refugio común de gentes de todas las calañas, las peleas eran pocas, quizás porque allí ser varón era un título de nobleza y ser cobarde una afrenta improbable. Sí, allí dentro, el mundo era otra cosa.
Los clásicos del Ketty
Salvo algún estreno de último minuto el Ketty tenía un horario invariable, el cual lograba una audiencia compacta, dirigida, que no se aventuraba presenciar algo que no estaba en agenda.
LUNES : solamente películas de sexo. Y allí mi generación que tenía prohibida la revista Playboy, hizo culto al onanismo viendo de primera mano, clásicos del cine porno como: El sexo que habla, Amor en las minas, Enmanuel en África, La edad de la inocencia, Garganta Profunda, con la actuación inmejorable de Linda Lovelace, Los caballeros de la cama redonda y muchas otras.
MARTES: Cine de acción. Aunque no teníamos Rambos, ni Terminators, nos deleitamos en grande porque el Ketty presentó a «Los doce del patíbulo», «Donde las águilas se atreven»,« Papillón», «Un puente sobre el Río Kuait»,« Las ratas del desierto», y un montón de películas de vaqueros, en un oeste interpretados por actores italianos, discriminados en su mayoría.
MIERCOLES: Artes marciales. Aun no llegaba Jet Li, ni Van Dan, pero Chen Kuan Tai y Bruce Lee eran los héroes indiscutibles de una muchachada que no estaba globalizada ni tenía la cibernética como pan nuestro de cada día.
JUEVES: Misterio. Sombras tenebrosas era un clásico, porque todavía los vampiros le temían a la cruz y a los rayos del sol. Los monstruos hecho a mano en los laboratorios no soñaban con llegar a Robocot, los extraterrestres eran verdes y feo y El túnel del tiempo era lo más cercano a la cuarta dimensión.
VIENES: Comedias: Cantinflas era mi favorito, pero estaban El Gordo y el Flaco, Resortes, Clavillazo, Los tres chiflados, Abot y Costello y La Pantera Rosa, con el soberbio tema de Henry Manzini.
SABADOS: Suspenso.
Y fue allí donde lloramos todos con John Voigt por la actuación “El campeón”, lloramos con Juliá en Tango bar, Con Victorio de Sica, en “Nos amamos tanto”, con Sonia Braga en “Doña flor y sus dos maridos y sobre todo con “Un hombre llamado Flor de Otoño” cinta vanguardista sobre la homosexualidad en España.
DOMINGOS: Dobletes: En la tarde matinée para los niños, con los cartones animados del momento, con las aventuras de Rin Tín Tín, con Lazie, con El llanero Solitario y Las Aventuras de Gullivers. En la noche, estreno de estrenos.
Como eran dos películas por el precio de una, doblete de calidad presentado por el Ketty, al terminar una tanda y en lo que un “tíguere” en una Vespa, buscaba la otra tanda que recién terminaba en el Cine Marlboro, nosotros los asiduos de aquella catarsis, comentábamos la actuación de Vicente Fernández en María la Bandida, criticábamos a Lee Van Clif en El bueno, el malo y el feo y nos hermanábamos en un mundo que aunque pobre, todavía tenía la gracia de las cosas simples. Mi primo Gilberto tenía razón. Valia la pena la prueba de hombría y atravesar el portón mugriento , porque allá dentro, el cine Ketty era otra cosa.
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