Marina Freixa siempre supo que había algo oscuro y tácito en su familia.
Su madre había crecido bajo la dictadura española, que duró décadas y terminó en 1975, pero los detalles de su infancia eran vagos.
Todo cambió una navidad, hace diez años, cuando Marina tenía unos veinte años.
Aquella noche de invierno, sentados alrededor de la mesa, con una nube de humo de cigarrillo en el aire y las copas de vino vacías, la madre de Marina, Mariona Roca Tort, comenzó a hablar.
"Mis padres me denunciaron a las autoridades", les contó Mariona. "Me metieron en un reformatorio cuando tenía 17 años".
Los reformatorios eran instituciones donde se detenía a niñas y mujeres jóvenes que se negaban a conformarse a los valores católicos del régimen franquista: madres solteras, chicas con novio, lesbianas. Las chicas que habían sufrido abusos sexuales eran encarceladas, asumiendo la culpa de su propio abuso. Las huérfanas y las niñas abandonadas también podían acabar viviendo tras los muros de un convento.
Marina y sus primas estaban atónitas.
No podían comprender que sus abuelos hubieran dispuesto que encerraran a su propia hija.
El recuerdo de Mariona de haber contado esta historia a los jóvenes de su familia es borroso; cree que es consecuencia del "tratamiento" psiquiátrico al que la obligaron a someterse en el reformatorio.
Pero Marina no olvidó las revelaciones y, años después, realizaría un documental contando la historia de su madre.
Mariona es una sobreviviente del Patronato de Protección a la Mujer. Bajo la dictadura de Francisco Franco, este organismo supervisaba una red nacional de instituciones residenciales gestionadas por organizaciones religiosas. No existe información definitiva sobre cuántas instituciones participaron ni cuántas niñas se vieron afectadas.
Este jueves se cumplen 50 años de la muerte de Franco. Desde entonces, España ha experimentado una revolución en los derechos de la mujer, pero las supervivientes del Patronato siguen esperando respuestas y ahora exigen una investigación.
Advertencia: Este artículo contiene contenido que algunos lectores podrían encontrar angustiante.
Mariona, la mayor de nueve hermanos, describe a sus padres como de derechas y ultracatólicos. Eran tan conservadores que ni siquiera le dejaban usar pantalones.
Pero en 1968, al cumplir 16 años, un mundo nuevo se abrió ante ella.
Mariona daba clases particulares a niños durante el día y se preparaba para la universidad en clases nocturnas. Allí, según cuenta, conoció a gente que nunca antes había visto: sindicalistas, izquierdistas y activistas antifranquistas. Fue el año de las protestas mundiales contra el autoritarismo y la guerra de Vietnam, con numerosas demandas de derechos civiles. El espíritu de rebeldía era contagioso.
Franco llevaba tres décadas en el poder. Los partidos políticos estaban prohibidos, la censura era generalizada y los jóvenes ansiaban un cambio. Pronto, Mariona se unió a sus nuevos amigos en sus "incursiones": unos cuantos bloqueaban una calle, lanzaban cócteles molotov, repartían panfletos y, cuando llegaba la policía, se dispersaban en todas direcciones.
El Primero de Mayo de 1969, una amiga de Mariona fue arrestada en una manifestación en Barcelona. Existía el riesgo de que la detenida delatara a otros a la policía, así que Mariona no pudo volver a casa por si la buscaban. Esa noche se quedó en el piso de una compañera activista.
Al regresar a casa al día siguiente, Mariona se encontró en un grave aprieto. Sus padres estaban furiosos y comenzaron a ejercer un control mucho mayor sobre su vida.
"Para ellos, fue un escándalo, una mancha en la familia", asegura. "Después de eso, no me dejaban salir de casa".
A finales de ese verano, Mariona decidió irse de casa y viajó a Menorca con unas amigas de la universidad, dejándoles una nota a sus padres.
La denunciaron inmediatamente a las autoridades como una menor fugada, y justo cuando Mariona iba a embarcar de regreso a Barcelona, fue arrestada.
En el puerto de Barcelona la recibieron sus padres.
No la llevaron a casa. En su lugar, la condujeron a un convento. A Mariona no le dieron ninguna explicación; solo recuerda la furia de sus padres.
Días después voló a Madrid con su padre. Allí, la llevaron directamente a otro convento, perteneciente al sistema del Patronato, dependiente del Ministerio de Justicia español.
A ella y a las demás mujeres internadas las clasificaron y segregaron.
Mariana cuenta que acabó en la primera planta, reservada para "las rebeldes, las que consideraban mujeres de mala vida".
El Patronato tenía potestad para detener a cualquier mujer menor de 25 años que no se ajustara a las normas. No eran delincuentes, sino mujeres consideradas necesitadas de "reeducación". Pero Mariona nunca supo las historias de las demás jóvenes con las que estuvo confinada.
"No nos dejaban hablar. Es increíble", cuenta. "Y te preguntas, ¿cómo lo conseguían?".
A las internas solo se les permitía intercambiar saludos sencillos entre sí, una forma de control y una manera de evitar que las chicas "malas" influyeran en las demás.
"Lo que no podías hacer era llegar a conocer bien a otra chica", dice Mariona. "Porque entonces te separaban: enviaban a una de nosotras a otro dormitorio, o incluso a otra institución".
Cree que había alrededor de cien internas en el convento. Dormían veinte por habitación, con una monja en un extremo, y la puerta cerrada con llave. La rutina diaria era agotadora: oraciones, misa, limpieza del convento y luego horas en un taller confeccionando ropa para comerciantes locales. Mientras las chicas cosían, una monja leía en voz alta para que nadie hablara.
"Había adoctrinamiento", recuerda Mariona. "Para que entendieras que te habías portado muy mal. Entonces, una vez que te dabas cuenta de esto, pedías perdón y te confesabas".
Mariona nunca se confesó.
Tras unos cuatro meses, le permitieron regresar a Barcelona para Navidad, pero no le dejaban salir sola.
De alguna manera —y Mariona no recuerda cómo— logró escapar, pero su huida duró poco. En cuestión de horas, la metieron a la fuerza en un coche con su padre y un tío, y la llevaron de vuelta a Madrid.
"Llegamos al convento al anochecer", recuerda. "Me negué a entrar. Me subieron a rastras por las escaleras y me sedaron para que entrara".
Dentro del convento, advirtieron a las demás jóvenes para que no hablaran con ella, la chica rebelde que había tenido la osadía de intentar escapar. Se sintió muy sola y, finalmente, empezó a rechazar la comida.
La drástica pérdida de peso provocó su ingreso en una clínica psiquiátrica. Allí, cuenta que recibió dos sesiones de electrochoque, seguidas de lo que llamaban "terapia de coma insulínico".
Mariona dice que le inyectaron insulina para inducirle una hipoglucemia profunda, un estado similar al coma causado por un bajo nivel de azúcar en sangre. Se creía que esto podía reducir los síntomas psicóticos o esquizofrénicos y, de alguna manera, "reiniciar" el cerebro del paciente.
Era una "terapia" que estaba dejando de usarse en muchos países por una simple razón: podía ser letal.
Mariana recibía una inyección de insulina por las mañanas. Después, la sacaban del coma y la obligaban a comer. Mentalmente, empezó a deteriorarse.
"Cada día estaba más aturdida. Empecé a decir cosas como: 'Les hice daño a mis padres’", dice.
"Entré en un proceso de sumisión y aceptación".
Mariana cree que el "tratamiento" intravenoso forzado con insulina dañó irreparablemente su memoria.
Con la sospecha de que le estaba causando olvidos, empezó a escribir un diario. Más de cinco décadas después, este documento de papel descolorido de 1971 serviría de base para el documental de Marina sobre la experiencia de su madre.
Los médicos creían que el "tratamiento" ayudaría a Mariona a subir de peso, pero eso no ocurría. Un día, el psiquiatra decidió que sería mejor intentar atarme a la cama hasta que comiera.
La desesperación de Mariona se volvió tan insoportable que, según cuenta, pensó en quitarse la vida. Entonces, el psiquiatra le fijó un objetivo de peso de 40 kg. Si lo conseguía, le prometieron que la darían de alta de la clínica.
Mariona lo logró. En 1972, una vez recuperada un poco, regresó a Barcelona.
Con 20 años, juró no volver a vivir con sus padres.
Eran los últimos años de la dictadura de Franco, antes de su muerte en 1975. Mariona cambió de trabajo varias veces, hasta que finalmente se labró una carrera como directora de televisión. Tuvo hijos, pero su relación con sus padres siguió siendo distante.
En algún momento, Mariona le preguntó a su madre por qué la habían enviado al Patronato. Su madre solo respondió: "Nos equivocamos".
El padre de Mariona tiene ahora más de 90 años.
"Nosotros también sufrimos mucho", le dijo cuando ella le preguntó sobre la decisión familiar de internarla en Madrid.
Para Marina, conocer más sobre la historia de su madre ha complicado su relación con su abuelo.
"No puedo obligarme a querer a alguien que ha causado tanto dolor, que trató muy mal a mi madre".
El cortometraje documental que Marina produjo sobre la experiencia de su madre con el Patronato se titula Els Buits —que en catalán significa "los vacíos"—, en referencia a los vacíos en la memoria de Mariona. La película ha ganado premios en España y fue nominada a un prestigioso Premio Goya.
Cincuenta años después de la muerte de Franco, la película ha contribuido al creciente clamor por el reconocimiento legal de las mujeres internadas como víctimas de la dictadura española.
El ministro de Memoria Democrática, Ángel Víctor Torres, declaró que su gobierno estaba dispuesto a estudiar el caso de las supervivientes del Patronato.
Mientras tanto, Marina y Mariona están de gira presentando la película en proyecciones comunitarias.
"Las mujeres vienen y cuentan sus historias; es como si se abriera una puerta a lo desconocido, y eso es muy poderoso", señala Marina. "La gente piensa que lo que ocurrió en su propia casa fue un incidente aislado. Nosotras intentamos decir: esta historia no es individual, fue sistemática".
Su madre, Mariona, todavía duda a veces de su memoria.
Pero, añade, "verlo todo reflejado en la película le da un peso de verdad".
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