El principal imputado en el caso de la Cooperativa Herrera, el licenciado Jorge Eligio Méndez Pérez, ha escrito una extendida carta a la opinión pública en la cual analiza las motivaciones de las acusaciones en su contra, expone su actitud en la prisión de Najayo Hombres y en la que deja entrever que ha sido víctima de una trama por parte de sectores que no identifica.

Méndez fue apresado el 3 de octubre de 2023, por parte del Ministerio Público, tras las denuncias de desfalco por 2.500 millones de pesos en Coopherrera, dictándole medida de coerción de 18 meses de prisión, acusado junto a otros tres ex directivos de asociación de malhechores, falsificación de documentos públicos y privados y robo de identidad de personas.

El licenciado Jorge Eligio Méndez no se había pronunciado a fondo hasta ahora sobre las imputaciones.

Su carta, remitida a Acento, es extensa, dotada de la riqueza de su retórica escrita y expositiva de una perspectiva subjetiva sobre su situación. Deja establecido que ha sido víctima de una trama, aun cuando no ofrece nombres de los impulsadores de esa acción en su contra.

Carta desde mi encierro

He perdido tanto en este encierro… el tiempo con los míos, los abrazos no dados, los amaneceres compartidos, la risa espontánea. Me arrebataron el derecho al presente, y quisieron convertir mi futuro en una lápida anticipada. Pero no han podido apagar mi esperanza. Esa no se detiene en rejas ni se rinde ante toga alguna.

He aprendido que la libertad es un estado del alma. Que hay personas en la calle más prisioneras que yo, y que hay celdas donde la dignidad florece, aunque el cuerpo se marchite. En este encierro he leído más que nunca, he escrito con más fervor, he orado con más devoción. Me he encontrado conmigo mismo.

Me he reconciliado con el niño que fui, con los errores que cometí, con las decisiones que me forjaron. Y he llorado. Sí, he llorado. Porque llorar no es rendirse, es limpiarse por dentro. Esta carta no la escribo por lástima ni por indulgencia. La escribo para que quede constancia de que no todo se dobló, que algo dentro de mí se mantuvo en pie mientras afuera se derrumbaban las máscaras. La escribo como legado para quien un día necesite saber que se puede atravesar la noche más oscura sin renunciar a la luz interior.

Si este manuscrito sobrevive al tiempo y llega a otras manos, que sea semilla. Que inspire a quien sea calumniado, juzgado o traicionado, para que no se convierta en lo que sus verdugos quisieron moldear. Que sepa que la verdad es lenta, pero invencible. Que el alma, cuando es firme, atraviesa el fuego sin arder.

Y si un día mis ojos vuelven a ver el cielo sin rejas, no será para alardear. Será para agradecer. Y para abrazar más fuerte. Y para vivir con más propósito.

Porque no he vivido en vano. Aunque quieran reducir mi historia a un número de expediente o a una celda fría, mi vida no cabe en sus archivos.

Soy más que lo que dijeron de mí. Soy más que las firmas forjadas, que los testimonios amañados, que los pactos oscuros entre poder y cobardía. Soy el que resistió sin ensuciarse. El que prefirió el silencio digno a la mentira útil. El que eligió ser memoria viva, aunque me quisieran olvido.

Sé que esta carta puede no encontrar justicia inmediata. Tal vez quien la lea no tenga poder para abrir candados ni mover voluntades. Pero si logra tocar un solo corazón con su verdad, si logra sembrar duda donde reinaba la certeza injusta, entonces ya habrá cumplido su destino.

A los que me juzgaron sin oírme, les deseo reflexión. A los que callaron por miedo, les deseo paz con sus conciencias. A los que me amaron sin condiciones, les debo todo.

He comprendido que algunos muros no están hechos de concreto, sino de prejuicios, intereses y temores. Y que para derribarlos no basta con gritar: hay que resistir con el alma en pie.

Por eso, esta carta es mi martillo invisible. No hace ruido, pero golpea. No rompe muros físicos, pero sí los que están en las mentes y en los corazones de quienes aún pueden elegir el bien.

No sé cuándo saldré de aquí, pero sí sé cómo: con la cabeza en alto, con el alma intacta y con la certeza de que no fui vencido, aunque intentaron enterrarme en una mentira.

Porque he aprendido que el dolor no solo se sobrevive: también se transforma. En cada noche de insomnio, en cada interrogatorio injusto, en cada amanecer sin promesa, fui tallado como piedra en el silencio. Me convirtieron en testigo de una parte del mundo que muchos prefieren ignorar. Y desde esta celda, que se ha vuelto capilla, trinchera y escuela, entendí que resistir también es amar.

Amar la verdad. Amar la justicia, incluso cuando se es su víctima. Amar la vida, incluso cuando parece que te la han quitado. He visto hombres romperse sin ser tocados, y otros levantarse del polvo sin ayuda. Yo elegí lo segundo. Y no por fortaleza, sino por fe.

Una fe que no me enseñaron en los libros, sino en el crujir de los barrotes y en el silencio tras la humillación. Una fe que no promete salidas fáciles, pero sí sostiene el espíritu para no rendirse.

Y si alguna vez me preguntan qué fue lo que más dolió, no diré que fue la reclusión.

Diré que fue la traición. No por quienes me odiaban, sino por quienes callaron sabiendo la verdad. Pero incluso eso lo he perdonado. Porque entendí que hay quienes no callan por maldad, sino por debilidad. Y a veces la debilidad es más humana que la maldad misma.

Hoy escribo no como quien clama justicia, sino como quien la anuncia. Porque sé que vendrá. Tarde o temprano, la verdad se abrirá paso entre las sombras, como el sol que atraviesa una rendija. Y ese día no buscaré revancha.

Buscaré paz. Y con esa paz, caminaré por las calles con la frente serena, con la mirada limpia y con la historia en mi pecho como escudo y testimonio. Y entonces, solo entonces, miraré hacia atrás sin odio. Porque habré vencido, no por salir, sino por no haberme perdido.

Y es que cuando se ha sido despojado de todo —nombre, libertad, reputación, abrazo— uno aprende que la única pertenencia real es el alma. La única patria verdadera es la conciencia, y el único templo inviolable, el silencio interior donde aún arde la llama de lo sagrado.

He caminado por dentro como quien atraviesa un desierto sin agua ni sombra, y sin embargo, no morí de sed. Porque en medio de la sequía, descubrí que el manantial no estaba afuera, sino en mí.

Cada lágrima, cada oración, cada pregunta sin respuesta fue una piedra que me enseñó a construir una morada para el espíritu, un refugio donde no llegan ni los barrotes ni las calumnias. Ahora lo sé: la prisión más severa no es la de acero, sino la de las almas que han renunciado a su luz. Y yo, que he sido llamado reo, acusado, sospechoso… he sido, sin embargo, libre en lo esencial. Porque no dejé que me pudrieran la fe ni me oxidaran la esperanza. He creído cuando todo invitaba al cinismo. He amado la vida aun en su forma más dura. He bendecido al día, incluso cuando solo me trajo sombras.

Y en esa trashumancia del espíritu —de celda en celda, de noche en noche— me he vuelto peregrino del sentido. He aprendido que el dolor es maestro cuando no se endiosa, y que el sufrimiento es fértil si se cultiva con dignidad. Me despojaron de todo lo accesorio, pero así me volví esencial.

Quizás por eso esta carta no lleva tinta de venganza ni voz de rencor. Es más bien un testamento del alma, un susurro del que ha sido atravesado por la cruz de la injusticia sin quebrarse, un salmo escrito en la lengua muda del resistente.

Porque todo lo que me han hecho, me ha conducido a este punto: a la conciencia de que he sido elegido no para ser castigado, sino para testimoniar. Para ser voz en medio del estruendo. Para hablar por los que ya no pueden. Para que, al menos una vez en esta tierra, la dignidad tenga rostro y palabra.

Si mañana no regreso, que esta carta camine por mí. Si me entierran en silencio, que esta verdad grite con alas. Si me olvidan los hombres, que me recuerde Dios. Porque él ha sido mi testigo. Y la historia, aunque dormida, siempre despierta.

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