En el vasto teatro de la política dominicana, donde las luces brillan con el destello del rayo y la sombra del engaño, existen personajes que se deslizan en las sombras como maestros del arte de la supervivencia. Son las sanguijuelas del poder, criaturas astutas y oportunas que se alimentan de la ambición ajena, buscando el néctar del control en cada giroscopio electoral cada cuatro años, con cualquier partido, sea a nivel municipal, congresual o gubernamental.
Como regadores de caña, siembran sus tentáculos en los campos fértiles de la ambición de los políticos y las necesidades del pueblo. Cada elección es su zafra, un momento de recolección en el que se aferran, con dentadas invisibles, a aquellos que, obnubilados, pisotean los sueños del pueblo de transparencia, eficiencia, coherencia y ética, en pos de un escaño dorado. La salsa del poder político, un brebaje espeso que mezcla promesas y engaños, sirve de maridajes y manjares para estas bestias, que abrazan con igual fervor a los partidos tradicionales y a los nuevos partidos bisagras, sin discriminar en su festín, solo procuran estar enganchados en la teta del poder suba quien suba.
Las encuestas se convierten en la estrategia para abrir el apetito al que está arriba o abajo, esos espejos distorsionados que la prensa acaricia con ternura, cuidado y maquillaje, son sus aliadas más fieles. Manipulando cifras como un prestidigitador sobre el escenario, dirigen las voluntades, tocan los corazones y modelan las expectativas de un pueblo que lleva doscientos años cayéndose a pedazos. Como artistas del ilusionismo brincan de una bandera a otra con suma facilidad, se lanzan del barco que se hunde para subirse al que se mantendrá a flote, son capaces de hacer desaparecer a un candidato que un día brilló con luz propia, transformándolo en una sombra, un recuerdo borroso que titila a la espera del otro regreso. ¿Quién tuvo la culpa? La culpa, siempre ajena, del otro, del que sale y no puede defenderse, se desliza por los laberintos de los medios, pero en verdad, el poder se escurre entre sus dedos grasientos.
Las instituciones, antiguas y polvorientas, también juegan, como marionetas en manos del titiritero. Sus coordinadores alquilan un discurso disfrazado de patriotismo para venderlo a quien presienten va al poder para lograr un cargo público, pero cual gallero ratonero, apuestan por debajo a todos los candidatos. Respiran la misma atmósfera viciada, donde la lealtad no es más que un contrato temporal, donde las alianzas se tejen y deshacen al ritmo de una música que solo ellos pueden oír. Se desplazan de partido en partido, como un pez en el agua, seguros de que la corriente los llevará a la orilla que más le conviene. Pero cuánto arte hay en ese deslizarse, en esa danza de máscaras, donde la única constante es la succión de los recursos más puros y caros, el tiempo, el tesoro y la esperanza del pueblo.
Cada cuatro años, como una marea que se retira y regresa, los mismos rostros surgen de las profundidades, sonriendo con la dulzura de un caramelo envenenado. Se anuncian como salvadores, como harapientos ángeles que bajan de la nada, listos para remediar un mundo que ellos mismos ayudaron a desgarrar. Es un ciclo interminable de influencia y seducción, donde las promesas se deslizan entre los dedos como arena y el pueblo queda atrapado en el eco de una ilusión repetida.
Las sanguijuelas del poder, siempre listas para atornillarse al poder de turno, crean su propio ciclo de dependencia, un eterno retorno que deja a los valientes soñadores con las manos vacías y los corazones rotos. Mientras ellos festejan en su banquete de opulencia, nosotros, tontos espectadores, miramos desde el balcón de la resignación esperando nuestro turno al bate, preguntándonos cuándo romperemos las cadenas para finalmente, ser dueños de nuestro propio destino o sin querer queriendo convertirnos en lo que tanto criticamos.
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