Hay ideas que nacen en el sarcasmo y se ponen serias a medida que uno las piensa. Esta es una de ellas.Captura-de-Pantalla-2025-05-06-a-las-6.20.00-p.-m

En la India, durante siglos, la economía rural y urbana funcionó gracias al sistema de castas: un orden social milenario que asignaba a cada quien su lugar en la vida según su nacimiento. En el fondo, era una estrategia de sostenibilidad: alguien debía recoger la basura, limpiar letrinas o enterrar muertos, y si desde niño te convencían de que esa era tu misión… problema resuelto.

En la República Dominicana, que no tenemos castas formales, creamos un equivalente moderno: la “mano de obra haitiana”. Con ella sembramos, cosechamos, levantamos estructuras y, sobre todo, evitamos que un hijo de barrio o de clase media se rebaje a cargar blocks o sembrar yuca. El dominicano, con su ingenio caribeño, terceriza el esfuerzo físico.

Pero, ¡ay!, la cosa se enreda: entre presiones migratorias, discursos nacionalistas y operativos masivos, podríamos quedarnos sin esa mano de obra que sostiene nuestros campos, edificios y hasta los plátanos a RD$25.

La pregunta cobra fuerza: ¿quién hará el trabajo duro si se van todos los haitianos?

Y aquí aparece la idea descabellada que muchos, con media sonrisa y sin rubor, apoyarían: ¡creemos una casta dominicana!

Una clase social nueva, nacida no del karma sino de la necesidad. Podríamos llamarlos los wawawalits quisqueyanos, en homenaje a los dalits de la India. Una casta con funciones específicas —sembrar, recoger, mezclar cemento, cargar sacos— y con poca movilidad social, sin acceso a universidades ni a préstamos, para mantener la lógica del sistema. Porque si empiezan a soñar, nos dañan el modelo.

Si esto suena cruel, no se alarme: no es peor que lo que ya practicamos a diario, una sociedad que tolera la desigualdad y la disfraza de normalidad.

¿Las alternativas? Invertir en educación técnica, modernizar el agro, pagar salarios justos y atraer jóvenes al campo con tecnología y dignidad. Pero todo eso implica pensar a largo plazo y dejar de tratar a otros —al haitiano pobre, al dominicano de batey, al migrante indocumentado— como simples accesorios del desarrollo.

No es que queramos castas; es que ya las tenemos, escondidas bajo otro nombre. La diferencia es que los hindúes, al menos, les pusieron etiqueta.

Espero que este artículo descabellado y atrevido no se convierta en un pensamiento rumiante-compulsivo para algunos políticos, finos pensadores o pseudos comunicadores, capaces de encontrar respaldo constitucional y proclamar la existencia desde el 1924, de la antigua casta oficial dominicana.

Rafael Corporán Quezada

Rafael Corporán Quezada es un distinguido profesional con más de 20 años de trayectoria en el ámbito de las comunicaciones y marketing. Destacado por sus habilidades estratégicas, capacidad de negociación, liderazgo efectivo y excelencia en comunicación corporativa. Su carrera se ha desarrollado en una variedad de sectores, tanto a nivel local como internacional, donde ha sido galardonado por sus contribuciones innovadoras y soluciones creativas.

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