Hay ideas que nacen en el sarcasmo y se ponen serias a medida que uno las piensa. Esta es una de ellas.
En la India, durante siglos, la economía rural y urbana funcionó gracias al sistema de castas: un orden social milenario que asignaba a cada quien su lugar en la vida según su nacimiento. En el fondo, era una estrategia de sostenibilidad: alguien debía recoger la basura, limpiar letrinas o enterrar muertos, y si desde niño te convencían de que esa era tu misión… problema resuelto.
En la República Dominicana, que no tenemos castas formales, creamos un equivalente moderno: la “mano de obra haitiana”. Con ella sembramos, cosechamos, levantamos estructuras y, sobre todo, evitamos que un hijo de barrio o de clase media se rebaje a cargar blocks o sembrar yuca. El dominicano, con su ingenio caribeño, terceriza el esfuerzo físico.
Pero, ¡ay!, la cosa se enreda: entre presiones migratorias, discursos nacionalistas y operativos masivos, podríamos quedarnos sin esa mano de obra que sostiene nuestros campos, edificios y hasta los plátanos a RD$25.
La pregunta cobra fuerza: ¿quién hará el trabajo duro si se van todos los haitianos?
Y aquí aparece la idea descabellada que muchos, con media sonrisa y sin rubor, apoyarían: ¡creemos una casta dominicana!
Una clase social nueva, nacida no del karma sino de la necesidad. Podríamos llamarlos los wawawalits quisqueyanos, en homenaje a los dalits de la India. Una casta con funciones específicas —sembrar, recoger, mezclar cemento, cargar sacos— y con poca movilidad social, sin acceso a universidades ni a préstamos, para mantener la lógica del sistema. Porque si empiezan a soñar, nos dañan el modelo.
Si esto suena cruel, no se alarme: no es peor que lo que ya practicamos a diario, una sociedad que tolera la desigualdad y la disfraza de normalidad.
¿Las alternativas? Invertir en educación técnica, modernizar el agro, pagar salarios justos y atraer jóvenes al campo con tecnología y dignidad. Pero todo eso implica pensar a largo plazo y dejar de tratar a otros —al haitiano pobre, al dominicano de batey, al migrante indocumentado— como simples accesorios del desarrollo.
No es que queramos castas; es que ya las tenemos, escondidas bajo otro nombre. La diferencia es que los hindúes, al menos, les pusieron etiqueta.
Espero que este artículo descabellado y atrevido no se convierta en un pensamiento rumiante-compulsivo para algunos políticos, finos pensadores o pseudos comunicadores, capaces de encontrar respaldo constitucional y proclamar la existencia desde el 1924, de la antigua casta oficial dominicana.
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