- Las vivencias de quienes nos preceden –especialmente las de un padre o una madre– a menudo trazan las coordenadas de nuestro propio carácter, a veces de manera profunda e imperceptible. Se trata de experiencias vitales, más que simples recuerdos, que suelen permanecer en el plano de lo no-dicho, en lo más recóndito de la conciencia, como verdaderas señas de identidad que direccionan irreflexivamente nuestra conducta y modo de obrar. Así que toda reflexión al respecto constituye un viaje de autodescubrimiento que permite revelar o, mejor dicho, comprender quiénes somos o por qué somos como somos.
- La forma estoica en que mi padre afrontó las “bolas malas” que le lanzaron, cómo asumió el compromiso de subsistir fiel a sí mismo y no sucumbir a la adversidad a pesar de múltiples tribulaciones, constituye para mí un ancla de resiliencia, una brújula que marca el temple para permanecer a flote ante cualquier incertidumbre. Su capacidad de adaptación, de mantener siempre la puerta abierta al cambio en lugar de aferrarse a un plan rígido, constituye mi principal fuente de inspiración para navegar en las turbulentas aguas de la vida profesional con la convicción de que es imprescindible saber adaptarse a las circunstancias que no controlamos.
- Estas reflexiones, que se apartan del guion tradicional de mis artículos, llevaban mucho tiempo rondando en mi cabeza, pero no encontraba cómo expresarlas, no por la carencia de palabras, sino porque no era del todo consciente de la impronta del legado de mi padre, de cómo las circunstancias adversas que le afectaron –y las secuelas que dejaron en el entorno familiar– incidieron medularmente en mi propia forma de ser. Las palabras que recientemente le dedicara una antigua estudiante de la escuela primaria que él dirigió, y que –por una extraordinaria coincidencia– fue mi alumna en una maestría de Derecho constitucional, constituyeron el “empujoncito” final para empezar a conceptualizar estas vivencias.
- Mi padre fue el primer director de la primera escuela primaria que se estableció a finales de los 70 en el barrio de Los Tres Brazos, ubicado en la parte norte del sector de Los Mina, Santo Domingo Este. Una década después estudié allí los 8 cursos del ciclo de educación primaria con algunos profesores que iniciaron la andadura cuando él era director. Es el caso de mi maestra Celia, de primero de primaria, quien posteriormente asumiría la dirección de la escuela. Según colegas y estudiantes suyos, él era un maestro de gran vocación y rectitud, el arquetipo que a veces se suele idealizar en el país cuando se habla de “los buenos tiempos de la escuela pública”. A finales de los 90 o principios de los 2000, pues no recuerdo la fecha con exactitud, le hicieron un acto de reconocimiento, junto a otros docentes fundadores de la escuela Domingo Moreno Jiménez.
- Sin embargo, a principios de los años 90, una época de gran incertidumbre general en el país, circunstancias adversas truncaron su carrera en el magisterio, a la que había dedicado más de una década de su vida y que constituía su vocación natural. Una vez, ya adulto, conversé en extenso con él sobre las circunstancias de su “retiro forzoso y anticipado” de la enseñanza pública. Me comentó que lo querían poner a cargo de la dirección de una escuela ubicada en un conocido “barrio caliente” de la capital y que no aceptó la encomienda porque era riesgoso para la familia, debido a que la delincuencia arropaba el sector y el microtráfico impactaba ya en el entorno de la escuela. Su negativa le costó la permanencia en la docencia pública y truncó una carrera en ascenso.
- No tengo la fortuna de recordar su labor como maestro más allá del entorno familiar, es decir, conmigo y con mis hermanos a quienes alfabetizó con mano férrea, pues aún no tenía mucha capacidad de raciocinio cuando él ejercía la labor docente. Así que el oficio en que lo recuerdo es el que asumió después para mantener a su familia: el de motoconchista. Sé que tuvo otro empleo en el sector público por breve tiempo, pero no registro en mi memoria a qué se dedicaba en ese momento; lo que nunca olvidaré es que estuvo en la Defensa Civil porque no dejaba de presumir su decreto de designación firmado el 17 de agosto de 1978 por el presidente Antonio Guzmán. Es más, en esa época se realizaron asentamientos en el barrio y él ayudó a decenas de familias a conseguir asignaciones de tierra para establecer sus viviendas.
- Este cambio de rol, de director de una escuela pública a motoconchista en un Honda 70, no melló ni un ápice el respeto que tenía ganado entre los primeros habitantes del barrio. Aún recuerdo que no podía salir con él sin que varias veces le llamaran a viva voz Cordero –como le conocían, por su segundo apellido– y él se paraba a seguirles la conversación. A veces le procuraban consejos y siempre correspondía amablemente, con el tono del maestro que nunca dejó de ser en su interior. Esta resiliencia me marcó desde que tengo uso de razón y se constituyó en una pesada carga moral que siento que no debo defraudar. Tal convicción ha sido clave para mantenerme firme ante los vaivenes de la vida profesional, aún ahora que cumplo dos décadas de titulado en el campo del Derecho.
- Mi padre era un hombre extremadamente dedicado a su familia. A pesar de ser el penúltimo de ocho hermanos, lo trataban como si fuera un hermano mayor, era uno de los primeros a quien le consultaban los asuntos familiares y su voz era de gran autoridad ante sus hermanas y hermanos. Mis tías Nuris y Rafaela me han relatado cómo llegó a la capital desde Palenque, San Cristóbal, para ayudarlas con el cuidado de sus hijos en los años 70. Por ello aprendió labores de cuidado y atención del hogar que, más adelante, inculcó en sus hijos e hijas sin distinción de roles de género, pues debíamos aprender a cocinar (aunque no se me dio tan bien como quisiera), fregar, lavar, planchar y otras habilidades de uso regular.
- Las circunstancias difíciles de la vida familiar, con recursos limitados para sostener a cinco hijos, llevaron a mi madre a emigrar a España en 1996 en busca de trabajo (aún permanece por allá) y mi padre se quedó al cuidado de los cinco hijos que habían procreado, de los cuales soy el mayor. Para entonces tenía 13 años, y el menor, 3 años. Recuerdo la época previa a ese evento: a pesar de las limitaciones económicas y los conflictos que esto provocaba entre mis progenitores, era feliz, incluso cuando a los 11 años tuve que salir a vender frituras, huevos y dulces para ayudar en casa, en un año tan convulso en el país como 1994, una experiencia que atesoro porque aprendí el costo de la vida.
- A finales de 1999 mi padre quedó postrado en cama luego de que lo asaltaran para robarle el motor, pues a los delincuentes no les bastó con quitarle su medio de sustento, sino que prácticamente lo dejaron por muerto de varias puñaladas. Este evento representó una prueba difícil porque simultáneamente ocurría la separación con mi madre a miles de kilómetros de distancia, que más adelante terminaría con la formalización del divorcio. Estar en cama sin poder ser un sustento familiar y con la ruptura matrimonial a cuestas, le marcó emocionalmente hasta el final de sus días, pero nunca desfalleció del compromiso que tenía con sus hijos e hijas.
- Mi padre nos cuidó con esmero, nos reforzó la importancia del estudio y de mantenernos enfocados en aprender todo lo necesario para la cotidianidad. Una de las frases que solía repetirme machaconamente es que “el hombre debe aprender a hacer de todo”. Él era bastante versátil, una especie de Bugs Bunny o todero, pues sabía hacer casi cualquier tarea del hogar hasta trabajos de albañilería, electricista, plomero y mecánico. Todo eso, junto a una gran cultura general y una intuición crítica-intelectual que lo convertía en una fuente constante de consejos entre sus vecinos, amigos y familiares. Esos diversos dones quedaron repartidos en mayor o menor medida entre sus hijos e hijas.
- No era un hombre perfecto, ni pretendía serlo. Fumaba mucho y tenía mala bebida, aunque logró dejarlos unos años antes de subirse a la barcaza de Caronte. Su carácter conmigo –el mayor de sus hijos– era fuerte y autoritativo, lo cual generaba fricciones constantes cuando reclamaba mayor independencia en mi adolescencia. Me dio unas cuantas pelas, algunas más que merecidas para prevenir que me enrumbara por malos caminos, pero era quien me llevaba al médico cuando tenía mis crisis recurrentes de asma en la niñez, y me enseñó a hacer chichiguas (cometas) con los tallos de las hojas de las pencas de coco. Era un padre muy cariñoso y le gustaba gastarnos chanzas. Su carácter flexibilizó bastante con mis hermanos menores, pues los trataba más suave porque –según argüía en su defensa– estaban creciendo sin tener a su madre en casa.
- A pesar de provenir de una familia con profundos lazos religiosos, ya que su madre era una creyente fervorosa al igual que otros familiares cercanos (hermanos y sobrinos), él no solía manifestar dogmatismos religiosos en la cotidianidad. Sin embargo, era un cristiano cultural, conocía al dedillo las escrituras, imagino que por insistencia de abuela Consuelo. Mantenía una gran tolerancia que nos permitió conocer simultáneamente las enseñanzas de la iglesia católica y la iglesia evangélica en la que se congregaban unos vecinos de infancia. El padre Victoriano (quien solía llamarme Corderito), párroco de la Iglesia Santa Luisa de Marillac, que estaba justo detrás de nuestra casa, siempre lo distinguió, como expresó en su homilía fúnebre. No tengo dudas que el respeto era mutuo y puede que ambos sigan conversando en el más allá.
- Mi papá y yo teníamos diferencias significativas porque no desarrollé su versatilidad para múltiples tareas, a pesar de que se esforzó en inculcármelas. Afortunadamente uno de mis hermanos sí logró adquirir habilidades de todero. A mis 10 años, ya cansado de explicarme un procedimiento de reparación mecánica que yo no lograba asimilar, me preguntó –con voz crítica–: “¿Felito, de qué vas a vivir cuando crezcas?” Mi respuesta en automático fue que: “De lo que tenga en la cabeza”. Me dio un buen cocotazo por trascendío, pues no encontraba argumentos de réplica, pero años después –cuando iniciaba mi andadura profesional y publicaba mis primeros artículos– me recordó esta conversación y estaba muy orgulloso de que efectivamente vivía de lo que tenía en la cabeza.
- En algún momento de mis 15 años –procurando superar las tensiones naturales que surgen en la adolescencia– llegamos a un punto de equilibrio y respeto mutuo, que aún pervive en mi memoria. Así que la década que siguió hasta su prematuro deceso fue una etapa de gran cercanía entre ambos. Aprendimos a coexistir con nuestras diferencias de carácter y a que el amor fluyera naturalmente entre nosotros. Se convirtió en mi principal consejero, un guía a quien acudir cuando tenía preguntas y dudas sobre la mayor diversidad de temas. No olvido su consejo al iniciar la universidad de que tuviera cuidado con la lectura de los poetas malditos que llamaban mi atención en aquel momento (Charles Baudelaire, Edgar Allan Poe, Arthur Rimbaud) y –por ignorar su advertencia– terminé con pesadillas de desesperanza, cuervos y demonios. Es curioso que aún hoy, a más de 16 años de su partida, sueñe conversando con él cuando tengo dudas que nublan mi pensar, tribulaciones que afrontar o decisiones importantes que tomar.
- Nunca olvidaré que el orgullo le exudaba a flor de piel cuando en 2006 gané el “primer lugar” del Primer Concurso Nacional de Ensayos sobre la Reforma Procesal Penal. Él, incluso, plastificó la noticia que salió en el periódico, aunque la redactora se equivocó de barrio cuando señaló que vivía en Los Tres Ojos. Andaba con una copia del ensayo, “Una Aproximación Humanista al Derecho de Defensa en el Proceso Penal Dominicano”, publicado por el Comisionado de Apoyo a la Reforma y Modernización de la Justicia, y la exhibía constantemente a todos los vecinos junto a la noticia plastificada. La alegría que tenía era tal, que le decía en chanza que parecía que él había ganado el concurso o que –cuando menos– era coautor del ensayo.
- Hoy sus cinco hijos, Edgar, Benjamín, Consuelo, Felicia y yo (de menor a mayor), cuatro de nosotros profesionales universitarios y uno pendiente de culminar su carrera –que es el actual todero de la familia–, podemos decir que tuvimos un gran padre, con luces y sombras como todo ser humano, que siempre estuvo ahí para nosotros en la medida de sus posibilidades. Es triste que se haya ido a destiempo el primero de enero del 2009, con apenas 56 años, cuando aún le quedaba tanto por dar y cosechar. No pudo conocer a sus nietos, Félix Alberto y Félix Alejandro, mis hijos, y Kai, mi sobrino. Espero que desde el más allá pueda vernos y apreciar que la semilla que sembró sigue dando buenos frutos y que ninguno se ha desviado del camino de la rectitud que él nos trazó con tanto esmero y resiliencia.
- Agradezco sentidamente a la magistrada Pilar Rufino, de la Primera Sala de la Cámara Penal de la Corte de Apelación del Departamento Judicial de Santo Domingo, por recordarlo con aprecio, y termino estas vivencias con las hermosas palabras que ella le dedicó en su tesis de maestría:
A Félix Tena Cordero, Maestro Eterno
Usted, con sus manos cargadas de sueños
forjó las alas de miles de niños
para echarles a andar hasta alcanzar el vuelo los que a fuerza de caídas y revoloteos ya han crecido
¡Cuántos médicos, ingenieros, abogados, artistas,
de todo un poco, maestro eterno!
¡Ah si nos viera!, usted forjador de sueños
Pero se marchó allá a donde van las almas nobles, los mártires, los apóstoles, los maestros buenos
Muchas gracias, maestro Eterno, forjador de sueños.
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