El filósofo Daniel Innerarity ha escrito un estimulante artículo donde reitera su escepticismo sobre la idea de que vivimos en una “era de la posverdad”. (https://elpais.com/opinion/2025-09-01/la-mentira-en-politica.html). Como lo había hecho anteriormente, en otro escrito de su columna del diario El país, Innerarity señala que semejante concepto presupone la existencia de una época pasada donde predominó la verdad. (https://elpais.com/opinion/2024-12-19/la-democracia-y-la-verdad.html).
Para Innerarity, caracterizar nuestro tiempo como una época donde la verdad es irrelevante resulta incoherente. Detrás de la formulación del concepto existe una preocupación por el problema de la verdad y este interés muestra su relevancia.
El filósofo sostiene que caracterizar los tiempos que corren por la prevalencia de las mentiras y los bulos informáticos resulta desafortunada, pues nuestra época es también la de un esfuerzo por discriminar la verdad de la mentira, lo que, a su juicio, ha estimulado la creación de “las agencias de comprobación como las agencias de verificación, la exigencia de políticas basadas en evidencias o las mediciones de impacto”. (https://elpais.com/opinion/2025-09-01/la-mentira-en-politica.html).
No obstante, Innerarity señala que el diagnóstico erróneo oculta un auténtico problema: la tensa relación entre la verdad y la política. Si bien la política no es incompatible con la existencia de los hechos, no consiste en una representación de los mismos. Generalmente, el debate político se enmarca en una relación problemática con la realidad.
Innerarity se inscribe en una tradición filosófica contemporánea que agrupa a filósofos como Richard Rorty, Gianni Vattimo o Hannah Arendt, preocupados por el “carácter autoritario de la verdad”. La historia social y política nos muestra cómo el discurso sobre la existencia de una “verdad objetiva” se ha empleado para legitimar la clausura del debate democrático y ha servido de fundamento para experimentos sociales totalitarios. Es en este espíritu que se entiende la afirmación de que: «La democracia es un conflicto de interpretaciones y no una lucha para que se imponga una “descripción correcta” de la realidad». (https://elpais.com/opinion/2024-12-19/la-democracia-y-la-verdad.html).
No tengo objeciones al espíritu de estas afirmaciones, pero con matizaciones. Al contrastar los dos artículos de Innerarity me asaltan las preguntas: ¿Es correcto afirmar que «la democracia no está especialmente interesada en que resplandezca la verdad, sino en beneficiarse de la libertad de opinar»? ¿Tiene sentido la libertad de opinar sin compartir, no la VERDAD, sino una noción mínima de la verdad? ¿Es cierto que «la conversación colectiva se refiere solo en una pequeña parte a objetividades»?¿Y si esta pequeña parte resulta ser tan relevante que transforma nuestra idea misma de la conversación y de las prácticas democráticas?
La preocupación legítima por el problema de la imposición de la verdad no debe hacernos frivolizar la preocupación por la posverdad. Sobre todo, si entendemos que esta no se reduce a la propagación de los bulos y mentiras que han existido siempre en el espacio público, sino también, a una actitud emocional hacia la verdad que desdibuja la posibilidad del “conflicto entre interpretaciones” y de un auténtico debate democrático.
Como el mismo Innerarity reconoce: «No se puede hacer política sin una correcta identificación de los hechos sobre los que debe basarse o actuar». Es precisamente este uno de los problemas básicos de la posverdad. No se trata de una época de decadencia desde una especie de “Jardín del Edén epistémico”, sino de una actitud emocional -amplificada por la articulación entre Internet, la crisis epistémica de la Modernidad y lo que Mauricio Ferraris denomina la documentalidad- que difumina la identificación mínima de los hechos para establecer una conversación pública y conformar una sociedad democrática.
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