Vivimos tiempos de avances extraordinarios en ciencia y tecnología, pero seguimos atrapados en conflictos que desgastan a la humanidad. Es un contraste lacerante: mientras descubrimos nuevas fronteras del conocimiento, repetimos viejos errores de violencia, intolerancia y división. Esa disidencia constante no solo agota a los pueblos, también retrasa la posibilidad de construir un futuro común, y mejor.
La naturaleza nos ofrece un espejo distinto: las especies animales colaboran entre sí para sobrevivir y cuidar a sus comunidades. En cambio, los seres humanos, con toda nuestra inteligencia y capacidad de diálogo, muchas veces elegimos la confrontación por encima de la cooperación. Esa paradoja nos recuerda que el verdadero progreso no se limita a descubrimientos científicos, sino a la capacidad de vivir en paz.
La comunidad internacional, representada en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), nació con el propósito de garantizar la paz. La ONU no es perfecta, pero sigue siendo el espacio más legítimo para promover el entendimiento y la búsqueda de consensos. Su verdadero valor radica en ofrecer un foro donde los pueblos, a través de sus Estados, puedan escucharse y trabajar juntos en soluciones comunes.
El desafío es grande: superar intereses particulares, ideologías rígidas y el temor a ceder en algo propio para alcanzar lo colectivo. No se trata de anular las diferencias, sino de administrarlas con respeto y sabiduría. Cada nación, al participar en los debates globales, tiene la oportunidad de demostrar que el liderazgo también se mide por la capacidad de tender puentes y no sólo por defender posiciones.
La urgencia de construir consensos globales se vuelve indispensable ante los desafíos compartidos que enfrenta la humanidad en un mundo interconectado.
Hoy más que nunca necesitamos una visión de futuro que ponga en el centro la dignidad de la vida humana y la paz con la naturaleza. Esa visión solo será posible si aceptamos que la fuerza no proviene de imponer, sino de escuchar; que la grandeza no se mide por dominar, sino por cuidar; y que el verdadero desarrollo se alcanza compartiendo conocimiento y construyendo confianza recíproca.
Un mundo en disidencia puede transformarse en un mundo en convivencia. La decisión está en nuestras manos: ceder cuando es necesario, cooperar más allá de lo inmediato y recordar que el propósito último de la humanidad no es la supremacía, sino el bienestar común. Sólo así podremos aspirar a un futuro común y mejor, donde el progreso tecnológico esté acompañado de paz, justicia y solidaridad.
Las sociedades confían en sus líderes para guiarlas hacia un bienestar común y general. Pero un liderazgo auténtico no se mide solamente por el poder de decidir, sino por la capacidad de escuchar y de adaptarse a los tiempos. La supervisión de la propia sociedad es indispensable, porque los líderes también son seres humanos y necesitan parámetros que evolucionen con la historia. Los criterios de ayer ya no bastan en un mundo globalizado, que dejó de ser una suma de islas aisladas para convertirse en una sola aldea. En esta aldea global, las limitaciones de unos pueblos pueden encontrar respuesta en las fortalezas de otros. Las lecciones aprendidas, los logros alcanzados y las soluciones construidas por una nación pueden servir de guía y apoyo a otra. Compartir valores y experiencias nos hace más fuertes, porque trabajar juntos siempre será mejor en la búsqueda de un bienestar compartido que trascienda fronteras y refleje nuestra responsabilidad común como humanidad. Y para alcanzar esto que proponemos, será imprescindible contar con la ONU, único sistema intergubernamental, foro de decisión universal. ¡Seamos propositivos!
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