Siguiendo la idea del filósofo Hanno Sauer (La invención del bien y del mal. Una nueva historia de la humanidad), relaciono el supuesto de la cultura meritocrática con la severidad punitiva, al concebir a los seres humanos como como individuos que actúan aislados, responsables absolutos de sus méritos y fracasos y, por tanto, únicos responsables de las implicaciones de sus actos.
Este supuesto fundamenta muchas veces la falta de empatía con los excluidos sociales. Como ha afirmado el profesor de gestión de la Universidad de Cornell, Robert H. Frank (Éxito y suerte: la buena fortuna y el mito de la meritocracia), los individuos creyentes en que los seres humanos reciben lo que merecen, o que son los únicos responsables de sus méritos personales, tienden a rechazar las políticas sociales del Estado por considerarlas un gasto injusto que valida a los haraganes aprovechadores del esfuerzo de los individuos laboriosos.
Esta postura se ha hecho viral en las redes sociales donde muchos influencers defienden la “tiranía de la meritocracia” recurriendo a la evidencia anecdótica de algunos ejemplos de personas que, sobre la base de su esfuerzo, han logrado el éxito profesional obviando los miles de casos de personas que, con igual o mayor talento y esfuerzo, no han logrado cumplir sus expectativas.
De igual manera, el referido supuesto se relaciona con la severidad punitiva porque del mismo modo en que atribuimos de modo absoluto el premio al trabajo personal realizado, juzgamos con el mismo criterio a las personas cuando cometen acciones que reprobamos condenándolos con una implacabilidad desproporcional a la falta cometida.
Pero resulta que los seres humanos van construyendo sus biografías personales en un entorno social condicionados por una cantidad de variables que no han provocado ni son su responsabilidad. Pensemos en el hecho de accesar a una educación de calidad temprana, formarse en un entorno familiar no violento, tener la fortuna de ser atractivos o carismáticos, o haber nacido con una condición de salud mental que no nos predisponga a determinadas conductas antisociales.
Todos estos factores son corresponsables de nuestras acciones, de nuestros méritos y fracasos. Por consiguiente, es más razonable un castigo proporcional y que tome en cuenta las posibles variables atenuantes de una conducta impropia, que una sanción tan severa que dificulte su aplicación o cuya ejecución dificulte la reorientación social del castigado.
No es casual que, en la evolución de la moral, no veamos un proceso de radicalización de los castigos severos, sino por el contrario, un proceso de humanización de los mismos combinados con la producción de incentivos a la conducta deseada.
La cultura meritocrática y la severidad punitiva desvían la mirada del núcleo del problema, cómo las instituciones sociales incentivan a un determinado comportamiento y cuál es su eficacia en la resolución de los conflictos que constituyen la vida ciudadana.
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