Los poetas y escritores de los años ochenta en la República Dominicana, como sus colegas de otras generaciones, se vieron influidos por el contexto histórico y cultural de su época. Esta década estuvo marcada por una gran agitación política y social, con la transición de gobiernos autoritarios a democracias neoliberales, lo que impactó profundamente en su obra. La crisis de las grandes ideologías y el colapso de antiguos referentes dejaron a los escritores frente a un vacío existencial que se reflejó en su escritura. En lugar de seguir fórmulas preestablecidas, optaron por una poesía más introspectiva, centrada en el yo y en las contradicciones de su tiempo. Lejos de ser un escape, su obra fue una respuesta a las incertidumbres de la época, buscando un nuevo lenguaje para abordar la realidad que los rodeaba.
Se les ha criticado a los literatos de dicha generación centrarse en su "yo pequeñoburgués sin pudor", acusándolos, con esta frase caricaturesca, de hablar siempre de sí mismos, de girar en el vacío. Semejante crítica la utiliza como un arma satírica con la que se les encorseta por su intimismo literario. Si bien es cierto que en sus obras se dan juegos de imágenes y palabras, y acrobacias verbales, no podemos pasar por alto que estas son formas válidas de expresión artística, que no fueron sino un reflejo de la época.
Al ser el arte subjetivo, cabe preguntarse: ¿qué tanto valor tienen los críticos y sus criterios y metodologías de evaluación de una obra de arte interesada en determinar qué tiene o no valor literario, algunos, con su uso generoso de mantras y jergas críticas propios de sus escuelas, con sus ladrillos por juicios analíticos que sufrir, y sin prosa de qué hablar? Claro está, esto no implica que pretendamos trivializar o relativizar su oficio.
En cambio, lo que queremos señalar con ese reclamo es que, en sus reflexiones sobre la poesía, la creación y la crítica, las rigurosas evaluaciones de los referidos críticos no pueden desligarse de un proceso de autocrítica e introspección; en otras palabras, jamás han de perder de vista el énfasis que tienen que hacer en la necesidad de cuestionar los métodos y premisas que sustentan su crítica –o como estrambóticamente quiera llamársele– antes de aproximarse a su objeto de estudio, un argumento que desarrolla Derrida en De la gramatología (1967), específicamente en el capítulo “El fin del libro y el comienzo de la escritura”. (Véase 24-26)
En otra ocasión mencionamos que Marcel Duchamp, pintor surrealista francés, expresó que en la creación de una obra de arte surge una tensión entre el consciente y el inconsciente, a lo que él llama coeficiente artístico, siendo el inconsciente el que finalmente prevalece debido a su naturaleza irracional. “Huir, estremecido por un cuerpo”, escribe Plinio Chahín en un poema suelto, “dedos en cascadas para esconder el rostro, mantras de anillos y rumores extirpados. Un mundo extraño, con los ojos que laten perdidos en un hilo. Relente olvidado de la noche, solo queda”. (¿Cuántos de ustedes, especialmente los creativos, no se han propuesto infinidad de veces escribir, esculpir o pintar una obra de arte con un tema específico en mente, solo para terminar, tras muchas variaciones, con algo distinto a lo originalmente ideado?)
Por más que se alegue que lo anecdótico o el elemento extrínseco no entra en una creación artística, el inconsciente, sin embargo, se filtra inevitablemente en el proceso creativo. Traemos este juicio a colación para afirmar que una creación artística es un retrato de la época y el espacio en que se produce, ya sea que el escritor abogue por el concepto estético del "arte por el arte" (atribución que, por cierto, se le da a Victor Cousin y Gautier, y que proviene de una frase latina, difundida por estos autores), o porque la obra se decante por la concepción del arte como mímesis, es decir, una imitación de la naturaleza; o, en su noción degradada, como propaganda, donde los escritores imaginativos son considerados “ingenieros del alma humana”, como aberrantemente lo vio Stalin en un discurso de 1932, aunque Trotsky enmendó este enfoque al defender en su obra Literatura y revolución (1924) el rol libre e independiente de las artes, no como una mera instrumentalización al servicio de ideologías políticas.
El decenio de los ochenta no solo fue una época de mucha agitación, de disyuntivas, vacío y transiciones de regímenes autoritarios que se reconfiguraron en América Latina en gobiernos democráticos de orientación neoliberal, lo que desembocó, por ejemplo, en la Poblada de abril de 1984 en la República Dominicana, cuya tragedia trae a la mente la imagen de aquel secretario de las entonces Fuerzas Armadas en la que pide a sus subalternos que "dispararan de la cintura para arriba", sin ningún género de duda, expresión, esta, de la violencia institucionalizada que se ejerce desde el poder.
Además, fueron los tiempos de los teatros populares con sus performances (nos llega a la mente Pastor de Moya, integrante de la citada generación, con su barbería instalada en las ferias del libro en la Plaza de la Cultura para entrevistar a escritores, como reminiscencia de esa era). No se puede separar dicha poesía del contexto de convulsiones sociales que la rodeaban. Los poetas y escritores de los ochenta, aún demasiado jóvenes para haber resistido el régimen de Trujillo, ni haber participado, por la misma razón, en la Revolución de Abril de 1965, sí pudieron vivir, y con probabilidad padecieron, parcialmente, los rigores del régimen de los Doce Años de Balaguer, lo cual habría también influido en su arte.
Del mismo modo fue ese periodo –igual de significativo– el del desplome del Muro de Berlín y el fin del socialismo soviético, lo que produjo un vacío en el ámbito mundial. Fueron los tiempos de la estampida de intelectuales izquierdistas que se quedaron sin discurso, absorbidos por el poder establecido, lo que llevaría a Fukuyama, a principios de los noventa, a decretar el fin de las ideologías, un concepto neoliberal, paradójicamente, él mismo, también una ideología.
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