Esta semana tuve la oportunidad de visitar la recién restaurada Catedral de Notre Dame. Nada en mi experiencia me hacía pensar que algún día yo podría alegrarme por el colapso de un techo, pero la experiencia me demostró lo contario.
Había visitado por primera vez esa iglesia hace treinta años, mi mamá hace sesenta, el papá de mi esposo hace casi ochenta y ninguno de nosotros tres habíamos sido capaces de imaginar que algún día disfrutaríamos la impresionante belleza física que alberga hoy día este lugar de culto católico y de visitas eclécticas. Claro, apreciábamos su arquitectura en piedra gris que parecía hormigón. Conocíamos algunos de los fenómenos culturales asociados a ella como la novela homónima de Víctor Hugo escrita precisamente para disuadir a la parte de la población que pedía (y a veces obtenía) que se demolieran las construcciones góticas que formaban parte de un pasado a veces considerado superado y obsoleto.
Y vieja era la catedral en los momentos de publicación de la novela. Su diseño y construcción habían tomado años de trabajo por parte de gente que que sabía que no vería el resultado final de su esfuerzo, pero que estaba convencida que una obra grandiosa era un objetivo en el que valía la pena invertir tiempo y dinero. Hay que reconocer la capacidad de visión de los hombres que concibieron estos y otros magníficos edificios, así como la falta de luces de aquellos que querían tumbarlos.
Han pasado casi novecientos años desde el inicio (año 1163) de la edificación de lo que hoy es patrimonio mundial de la humanidad y lo que este fuego nos demostró es que el esfuerzo artístico y espiritual no habrá de concluir jamás, aunque un primer final de la fase del edificio date del año 1345. En los últimos siglos estábamos tan acostumbrados a lo que veíamos que no nos deteníamos a pensar que podía ser posible una transformación para mejor. Sin que lo esperáramos, el lamentable incendio del 2019 que destruyó la bóveda de madera nos dio justo esa oportunidad.
Seis años después de la tragedia, tenemos un patrimonio mejorado. Empezando por Bernard Arnault, accionista principal de la conocida marca Louis Vuitton, e inmediatamente seguido por muchos otros empresarios como François Pinault y su hijo François-Henri Pinault, que entre los tres aportaron 300 millones de euros, ha habido una dedicación de dinero, esfuerzo y talento por preservar y mejorar un legado centenario. También hubo el compromiso del Estado francés que apoyó las contribuciones de los particulares mediante las exoneraciones impositivas a los donantes y se integró a otro tipo de esfuerzos, constituyendo una de las más felices operaciones de cooperación público-privada que se haya visto en Francia (y tal vez en el mundo) en los últimos años.
Los coordinadores del trabajo total aprovecharon para desempolvar los muros y ahora están tan limpios que, en vez de su antiguo aspecto de hormigón armando, ahora parecen hechos en mármol blanco. También rescataron unas cuantas pinturas antiguas e introdujeron elementos que dan cuenta de la progresión de la historia y de diversidad y de la unidad dentro de la Iglesia católica convirtiendo al templo completo en una maravilla mejor de lo que jamás había sido. Ahora se puede conocer el colorido original de los relieves que rodean el lugar desde donde cantaba el coro en la Edad Media tardía, se puede gozar la contemplación de una obra moderna bellísima: una corona de espinas siglo XXI y de una mucho mejor iluminación. No todo es completamente encantador: añadieron unos tapices modernos que no considero magníficos y que, desde ya, con el mismo espíritu de perseverancia ilusionada de los ideólogos originales, estoy esperando les llegue su sustitución en algún momento. Después de todo, son telares y pueden ser descartados sin mucho dolor.
En término de “conversión de las almas”, también se observan puntos positivos: la posibilidad de recibir visitas sin importar el credo, el talante tolerante, optimista y amable de los sacerdotes y voluntarios que ofrecen asistencia desde diferentes puntos físicos marca un contraste con el aspecto impersonal de la interacción que yo recuerdo entre “anfitriones y huéspedes” de este lugar sacro.
La experiencia, como decía al principio, ha sido sorpresivamente gratificante. Ojalá sirva de modelo para otros esfuerzos de reconstrucción que nos tocan de cerca y de lejos.
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