Durante décadas, el período de la ocupación haitiana de Santo Domingo (1822–1844) ha sido secuestrado por una narrativa forjada en los laboratorios de la ideología, y sostenida por historiadores que, desentendiéndose de las fuentes, elevaron a categoría de redención lo que no fue más que  expropiación , dominación y suplantación. Se ha pretendido ver en el régimen de Jean-Pierre Boyer un proyecto de justicia agraria, de liberación social o de utopía unificadora. Mas lo cierto es que, lejos de realizar una revolución, Boyer impuso un orden militar autoritario, extranjerizante y empobrecedor.

Esta mitología ha sido sacudida por el libro Historia social de  La dominación haitiana (1822–1844), de Olivier Batista Lemaire, publicado bajo los auspicios de la Academia Dominicana de la Historia y el Archivo General de la Nación. Escrito con la temeridad de quien  ha removido  un  edificio de  falsedades y  ha devuelto a la luz los testimonios enterrados por la indiferencia o el cálculo político.

El libro , prologado por el presidente de la Academia Dominicana de la Historia, don Juan Daniel Balcácer, el cuidado de la edición  estuvo a cargo del académico y pasado presidente don José Chez Checo, contó , parejamente, con el visto bueno y el padrinazgo de don Roberto Cassá, director general del Archivo y quien había adelantado  ensayos preliminares de la obra en El Boletín del Archivo  y fue presentado al público por don Frank Moya Pons, insigne historiador y ex presidente de la Academia, con semejante albricias, sobra cualquier encomio.

La pregunta esencial a la que tenemos que responder es la siguiente:

¿Puede considerarse revolucionario y liberador un régimen que, como el instaurado por Boyer en 1822, suprimió la lengua y cultura dominicanas, expropió bienes sin garantías, desterró a familias enteras por razones raciales,  desmanteló el orden jurídico heredado y redujo a una parte de la población a la servidumbre bajo leyes ajenas y autoridades extranjeras?

Donde hubo centralismo militar, se ha hablado de unidad nacional; donde se ejecutaron expropiaciones forzadas, se ha invocado justicia social; donde imperó el caporalismo, un sistema de control agrícola cuartelario —que reducía al campesino a la condición de peón forzado bajo vigilancia armada—, se ha querido ver la liberación del pueblo dominicano.

Contra esta idealización, Batista Lemaire exhibe una documentación robusta: la adjudicación de tierras dominicanas a la oficialidad haitiana, la supresión del idioma español en la administración y la educación, la imposición unilateral de la deuda externa haitiana a la parte oriental, y la anulación del régimen comunero de tierras —uno de los sistemas de propiedad más originales del Caribe hispánico, que permitía a comunidades rurales autogestionar grandes espacios de pastos y tierras agrícolas— fue desmantelado sin contemplación.

Se le consideraba “arcaico”. Se lo reemplazó por la concentración en manos del Estado o de la jerarquía militar haitiana. Pero el problema es que, en nombre de la modernidad, se destruyó un sistema funcional sin ofrecer otro viable. El resultado fue una caída general de la producción, el abandono de muchas zonas agrícolas y la ruina del campesinado. Todo eso, por supuesto, bajo la bandera de la liberación.

I. La expropiación generalizada

Tan pronto asumieron el control del país, se creó  la comisión catastral y  de confiscación de bienes (1821) para censar y deslindar propiedades de los llamados “ausentes”. Su informe, aprobado por el Congreso haitiano en noviembre de 1821, legalizó la confiscación de bienes eclesiásticos y de dominicanos emigrados.  Se dictó  la Ley contra los terrenos  comuneros el 8 de julio de 1824.Las tierras fueron expropiadas y redistribuidas entre oficiales haitianos, generando alarma entre los hateros. En los hechos, el Estado haitiano y la oligarquía militar se convirtieron en dueños legales de las grandes estancias, las fincas y los hatos, además , de las llamadas tierras comuneras. El campesinado mulato y negro, junto a los ex esclavos fueron convertidos en jornaleros adscritos a la tierra, y se ies impuso nuevos impuestos para solventar la deuda con Francia, las propiedades eran vigiladas, militarizadas y se declaró el trabajo obligatorio, con la expresa prohibición de la vagancia.

II. Desmantelamiento del orden agrario y eclesiástico

Lejos de redistribuir las tierras a campesinos y esclavos liberados, Boyer las entregó a sus oficiales. Los grandes hatos comuneros —núcleos de producción ganadera y agrícola autogestionada— fueron disueltos por la Ley del 8 de julio de 1824. El resultado: el colapso de la producción, el éxodo campesino, la ruina del agro dominicano. En nombre de la modernidad, se destruyó un orden funcional sin ofrecer alternativa viable.

La ocupación comenzó por el saqueo sistemático del patrimonio eclesiástico: iglesias, conventos, hospitales y escuelas fueron expropiados; sus bienes, en oro y plata, requisados con violencia y enviados a Puerto Príncipe. La Catedral Primada, el Monasterio de San Francisco, las iglesias de Las Mercedes, Santa Clara, Santa Bárbara, Regina Angelorum, el Convento de los Dominicos, el Colegio de Gorjón y el templo de la Compañía de Jesús, pasaron a ser propiedad del Estado haitiano; fueron despojados de sus funciones, sus archivos confiscados y su culto perseguido. Hasta los ornamentos litúrgicos fueron tomados, incluyendo un collar de perlas de una imagen mariana —regalado, según crónicas, a una concubina del dictador.

III. El despojo de los criollos y la confiscación de bienes

Las familias blancas, especialmente las de mayor arraigo, fueron hostigadas, vigiladas, gravadas con impuestos imposibles y perseguidas por falsas acusaciones, hasta forzar a su destierro. Sus bienes fueron entonces declarados vacantes y adjudicados a oficiales haitianos. No se trató de una mera ocupación territorial, sino de un desarraigo cultural, jurídico y espiritual.

El historiador haitiano Thomas Madiou, en un arranque de honestidad, admite que la política del régimen era expulsar a los blancos y retener a los negros y mulatos dominicanos, cuya emigración se prohibió, pues sin ellos, decía el gobierno, no se podía conservar la parte oriental.

IV. El idioma, la educación y la liturgia bajo asedio

La lengua española fue eliminada de la instrucción pública, del culto religioso y de los actos oficiales. Se clausuraron escuelas, se persiguió la enseñanza del castellano y se intentó imponer el francés. Pero la resistencia fue persistente: en los hogares, en los patios, en la lectura del catecismo y de la biblia de Reina Valera, el idioma sobrevivió. Se cantaban los romances hispanicos, se escuchaban los cuentos de Juan Bobo y Pedro Animal.  Se rezaba el rosario a escondidas, gracias a sacerdotes como Gaspar Hernández, Manuel Aybar y el doctor Moscoso, cuyo heroísmo intelectual impidió que se extinguiera el deseo de ser dominicanos.

La historia, en última instancia, no es otra cosa que la lucha entre lo que se impone desde fuera y lo que resiste desde dentro. Y la ocupación de Boyer no fue más que uno de esos momentos en que la historia extranjera se quiso imponer sobre la historia propia. No lo logró. Pero nos dejó una herida. Y las heridas, cuando no se comprenden, se repiten.

Por eso, no se trata solo de recordar. Se trata de entender. Porque los pueblos que no entienden su dolor, quedan condenados a repetirlo como autómatas de su destino.

El objetivo de Boyer no era repartir tierras entre los dominicanos, no era transformar al negro dominicano en un redimido de su revolucion, sino volverlo un peón, de fincas de los oficiales haitianos, no era fraternizar con los elementos blancos de nuestra sociedad sino expulsarlos del pais, desconocer sus derechos y sustituirlos con negros estadounidenses, Boyer no se propuso integrar  a los dominicanos , sino colonizarlos, suprimirlos y obligarlos  a ser otra cosa

Frente a este cuadro, la Independencia del 27 de febrero de 1844 no fue un simple acto político, sino una restitución integral: del idioma, del derecho, de la propiedad y del alma nacional. Lo que Boyer había intentado borrar, el pueblo dominicano lo rescató con sangre y firmeza.

 

Manuel Núñez Asencio

Lingüista

Lingüista, educador y escritor. Miembro de la Academia Dominicana de la Lengua. Licenciado en Lingüística y Literatura por la Universidad de París VIII y máster en Lingüística Aplicada y Literatura General en la Universidad de París VIII, realizó estudios de doctorado en Lingüística Aplicada a la Enseñanza de la Lengua (FLE) en la Universidad de Antilles-Guyane. Ha sido profesor de Lengua y Literatura en la Universidad Tecnológica de Santiago y en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, y de Lingüística Aplicada en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Fue director del Departamento de Filosofía y Letras de la Universidad Tecnológica de Santiago y fue director del Departamento de Español de la Universidad APEC. Autor de numerosos textos de enseñanza de la literatura y la lengua española, tanto en la editorial Susaeta como en la editorial Santillana, en la que fue director de Lengua Española durante un largo periodo y responsable de toda la serie del bachillerato, así como autor de las colecciones Lengua Española y Español, y director de las colecciones de lectura, las guías de los profesores y una colección de ortografía para educación básica. Ha recibido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Ensayo de 1990 por la obra El ocaso de la nación dominicana, título que, en segunda edición ampliada y corregida, recibió también el Premio de Libro del Año de la Feria Internacional del Libro (Premio E. León Jimenes) de 2001, y el Premio Nacional de Ensayo por Peña Batlle en la era de Trujillo en 2008.

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