La propiedad es concebida en nuestro ordenamiento constitucional como un derecho fundamental que otorga a su titular la prerrogativa de usar y disponer, de forma exclusiva, de un bien patrimonial. Este derecho incluye la facultad de gozar, disfrutar y disponer de dicho bien, aprovechando sus beneficios, sin recibir ningún tipo de injerencias por parte de los órganos que ejercen potestades públicas o de los particulares.

En palabras del Tribunal Constitucional, la propiedad consiste en «el derecho exclusivo de una persona (…) al uso y disposición de un bien [patrimonial], e implica la exclusión de terceros del disfrute o aprovechamiento de dicho [bien], a menos que su propietario lo haya consentido» (TC/0185/13 y TC/0399/17). De ahí que «la propiedad tiene tres dimensiones para que pueda ser efectiva: el goce, el disfrute y la disposición» (TC/0088/12, TC/017/13, TC/0394/14, TC/0441/18, TC/0249/19, TC/0138/21 y TC/0156/22). Estas dimensiones forman parte del contenido esencial del derecho fundamental a la propiedad (art. 51 constitucional).

Lo anterior, a juicio de la jurisprudencia constitucional, «no debe ser asimilado en términos aislados de otros elementos que forman parte de la fisonomía del derecho de propiedad», toda vez que, «cuando el artículo 51 [constitucional] lo reconoce indicando que toda persona tiene derecho al goce, disfrute y disposición de sus bienes, también establece que la propiedad tiene una función social que implica obligaciones». Es justamente este elemento que «justifica la imposición de una serie de límites, más o menos intensos, que inciden directamente sobre el ejercicio de este derecho» (TC/0125/18).

Dicho de otra forma, el derecho de propiedad permite a las personas, ya sea directamente o a través de terceros, usar sus bienes y obtener de ellos un beneficio personal o económico. Por lo tanto, cuando alguien no puede gozar, disfrutar o disponer libremente de sus bienes, se produce una vulneración arbitraria del contenido esencial de este derecho fundamental.

Ahora bien, la cláusula del Estado «social» y democrático de derecho (art. 7 constitucional) le otorga a este derecho fundamental una dimensión institucional que lo posiciona como una pieza clave de nuestro sistema económico. Esto habilita al Estado a cohonestar el ejercicio de la propiedad con la  «búsqueda del desarrollo humano» (art. 217 constitucional) y, por ende, con la protección del bienestar colectivo.  El Estado puede intervenir de dos maneras: (a) delimitando el contenido de la propiedad a través de la imposición de restricciones al goce, disfrute y disposición de un objeto o bien patrimonial; o, (b) privando, de forma total o parcial, a su titular del derecho mismo. La diferencia fundamental entre ambas formas de intervención es que la delimitación no recorta o mutila el derecho de propiedad en sí, sino que simplemente establece límites a las facultades de uso y disposición en base a la «realidad social, económica y normativa del lugar donde se ejerce» (TC/0137/13 y TC/0800/17).

La ablación total o parcial de la propiedad conlleva la pérdida forzosa o intempestiva del derecho. Se trata de una medida inevitable con el fin de obtener la titularidad pública de bienes que son indispensables para garantizar el bienestar colectivo (art. 51.1 constitucional). Para que esto ocurre, se exige: (a) la existencia de una ley o acto administrativo que justifique la actuación expropiatoria, indicando claramente la causa de utilidad pública o interés social (causa expropiandi); (b) la determinación y pago, con carácter previo a la ocupación de los bienes, de una indemnización equivalente al valor real de mercado de los bienes expropiados (justiprecio); y, (c) la observancia de un debido procedimiento expropiatorio.

Para el Tribunal Constitucional, «las expropiaciones inmobiliarias constituyen restricciones al derecho de propiedad ejecutadas por el Estado mediante actos traslativos de propiedad de los bienes en cuestión, con apego al debido proceso y sólo en casos de utilidad pública o de interés social». Estas expropiaciones, a decir de esa jurisdicción, «dan lugar al otorgamiento de una indemnización especial previa a favor de la persona expropiada, que deberá ser equivalente al justo valor determinado entre las partes por mutuo acuerdo, o decidido mediante sentencia del tribunal competente (…)». Por tanto, salvo declaratoria de estado de emergencia o de defensa, «el Estado no [puede] ordenar ninguna expropiación y [debe] garantizarle a este último, durante todo el proceso de determinación del justiprecio y pago, el peno derecho de goce, disfrute y disposición sobre el bien de que se trate» (TC/0205/13, TC/0053/14, TC/0211/15 y TC/0224/19).

Y es que: «(…) la expropiación [constituye] un límite negativo del derecho de propiedad que tienen los particulares por el otorgamiento de una facultad a la Administración de poder disponer de los bienes y derechos que estos tienen sobre las propiedades de que se trate para dar cumplimiento a fines supraindividuales, teniendo [los órganos y entes públicos] la obligación de compensar el sacrificio del titular de ese derecho, operando esta exigencia como un límite a la potestad expropiatorio» (TC/0261/14).

La inobservancia de las condiciones antes indicadas origina una expropiación irregular. En efecto, cuando el Estado ocupa y dispone de bienes privados sin antes haber cumplido con el previo pago del justiprecio o inobservando el debido procedimiento expropiatorio, se materializa un hecho administrativo que desconoce el mandato de la Constitución (art. 51.1) y, por tanto, la función esencial de un Estado «social» y democrático de Derecho, violando así el contenido esencial del derecho de propiedad (TC/0205/13, TC/0224/19 y TC/0074/21).  En estos casos, las personas no están obligadas a soportar estos «perjuicios legalmente injustificados» (TC/0242/13), pudiendo demandar la responsabilidad subjetiva del Estado.

En otras palabras, las expropiaciones irregulares no son parte de un proceso formal de expropiación. Son, más bien, actuaciones administrativas antijurídicas que vulneran el contenido esencial del derecho de propiedad y, por consiguiente, comprometen la responsabilidad patrimonial del Estado. El control jurisdiccional de estas actuaciones debe conllevar la reparación integral de los daños y perjuicios ocasionados a las personas.

Actualmente, la jurisdicción contencioso-administrativa comete un error in iudicando al tratar las expropiaciones irregulares como si fueran procesos formales de expropiación. Esto limita las indemnizaciones al simple pago del valor real de mercado de los bienes expropiados (justiprecio). En estos casos, el deber indemnizatorio no surge del ejercicio legítimo de una potestad administrativa ablatoria del derecho de propiedad, sino más bien de una actuación administrativa antijurídica que las personas no están en la obligación de soportar. Es por ello que, frente a las expropiaciones irregulares, se debe acudir al régimen de responsabilidad patrimonial del Estado (art. 148 constitucional), lo que implica la reparación integral de cualquier daño o lesión que las personas sufran en sus bienes o derechos subjetivos.

Roberto Medina Reyes

Abogado

Licenciado en Derecho, cum laude, de Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. Magíster en Derecho Constitucional del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Magíster en Derecho Administrativo y en Derecho de la Regulación Económica de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. Especialista en Derechos Humanos de la Universidad de Castilla-La Mancha.

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