A propósito del recién sometido presupuesto de 2026, salta a la vista una realidad preocupante: el país continúa atrapado en una baja vocación de mejorar la calidad del gasto público. El 87 % de los recursos se destina a gastos corrientes y apenas un 13 % a inversiones de capital. En otras palabras, se sigue priorizando el consumo inmediato por encima de la siembra que garantiza el desarrollo futuro.

A esta baja proporción de inversión se añade un problema adicional: la forma de ejecutar las obras. En los gobiernos del PRM se ha hecho común abrir muchos frentes al mismo tiempo, iniciando proyectos que en su mayoría son de escasa trascendencia y que, en gran número, no se concluyen. Así, el gasto realizado se convierte en improductivo, pues no genera beneficios ni usufructo real para la ciudadanía. Una carretera a medias, un hospital sin terminar, una línea de metro o una escuela en estructura no son inversión: son dinero inmovilizado que no multiplica la economía, pero sí aumenta la deuda y los intereses.

La República Dominicana, es cierto, ha vivido en los últimos años un ciclo económico que a primera vista luce satisfactorio. Tras la abrupta caída provocada por la pandemia en 2020, vino el rebote estadístico de 2021 y, posteriormente, un crecimiento moderado hasta 2024. Sin embargo, detrás de esos números alentadores se oculta una verdad incómoda: gran parte de ese dinamismo fue fruto de programas de infraestructura ejecutados en el pasado, y no de políticas recientes.

El gasto público sin planificación ni continuidad convierte la inversión en una carga que no genera desarrollo

Antes de la pandemia, el país emprendió proyectos de inversión pública de gran impacto: el Metro de Santo Domingo, túneles, elevados, carreteras, escuelas, hospitales y múltiples obras que transformaron la vida cotidiana y sentaron bases de productividad. Esas inversiones fueron, en sentido literal, la siembra que permitió recoger los frutos en los años posteriores.

Hoy, sin embargo, el panorama es distinto. El Fondo Monetario Internacional proyecta para 2025 un crecimiento en torno al 3 %, muy por debajo de la media histórica dominicana. Esta desaceleración responde a la drástica reducción de la inversión pública desde 2020 y al carácter improductivo de muchas de las inversiones emprendidas. Sin nuevas infraestructuras que multipliquen la productividad, el motor de la economía comienza a mostrar señales de agotamiento.

Invertir en obras públicas no es solo gastar en cemento, varillas y asfalto. Cada peso destinado a infraestructura genera un efecto multiplicador: activa el empleo y la demanda de materiales, integra a pequeñas y medianas empresas en cadenas de valor, estimula el consumo adicional y, sobre todo, eleva la productividad futura al reducir costos logísticos, aumentar la competitividad y promover la inversión privada, tanto nacional como extranjera. Diversos estudios demuestran que un peso invertido puede transformarse en entre 1.5 y 2 pesos adicionales en el PIB en el mediano plazo.

La falta de infraestructura moderna limita la competitividad y reduce el atractivo para la inversión extranjera

El frenazo en la inversión desde 2020 empieza a cobrar factura. La desaceleración de 2025 es solo el primer síntoma. El país enfrenta riesgos serios: menor crecimiento potencial, mayor desigualdad regional, déficit de competitividad y pérdida de atractivo en un momento en que el nearshoring y la inversión extranjera directa buscan destinos con infraestructuras modernas y confiables.

En síntesis: al no invertir de manera sostenida y planificada en infraestructura, se compromete el crecimiento futuro. Pero aún más grave resulta cuando la limitada inversión disponible se ejecuta de forma dispersa, sin continuidad ni estándares adecuados de calidad. Obras inconclusas o con deficiencias constructivas no solo representan un uso ineficiente de los recursos públicos, sino que erosionan la confianza de los ciudadanos y del sector privado en la capacidad del Estado para impulsar proyectos transformadores y sostenibles.

El futuro no se improvisa: se planifica, se invierte y se construye. Y mientras el país siga atrapado en la lógica de gastar para sobrevivir el presente, en lugar de invertir para conquistar el futuro, el crecimiento será cada vez más débil y desigual.

Juan Ramón Mejía Betances

Economista

Analista Político y Financiero, cursó estudios de Economía en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU), laboró en la banca por 19 años, en el Chase Manhattan Bank, el Baninter y el Banco Mercantil, alcanzó el cargo de VP de Sucursales. Se especializa en la preparación y evaluación de proyectos, así como a las consultorías financieras y gestiones de ventas para empresas locales e internacionales.

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