Como cada año, el mes de diciembre en el ámbito institucional y conmemorativo inicia con dos días internacionales de gran calado: el Día Internacional contra la Corrupción Administrativa (9 de diciembre) y el Día Internacional de los Derechos Humanos (10 de diciembre). Estos días han permitido traer al debate público el resurgimiento del populismo penal institucionalizado en vista del incremento de la inseguridad ciudadana en los últimos meses y el fracaso judicial de varios casos de corrupción administrativa, lo que se mezcla con el reforzamiento del discurso de la “mano dura” como política criminal de Estado.
Estamos presenciando, peligrosamente, una nueva ola de populismo penal institucionalizado que clama por reformas al Código Procesal Penal para disminuir las garantías en nombre de la “no impunidad”. Ya lo dijo el presidente Abinader al señalar que “no podemos seguir con leyes tan garantistas” y a esto le sumamos el discurso de la directora de persecución de la Procuraduría General de la República, Yeni Berenice, de que el actual proceso penal es “más beneficioso para los casos de corrupción”.
Culpar al Código Procesal Penal de la impunidad respecto a los procesos tanto de delincuencia común como en los casos de corrupción es un rito habitual de quienes no pueden reconocer el fracaso de sus gestiones en el diseño y ejecución de la política criminal, así como en la recolección de pruebas coherentes y suficientes para demostrar las acusaciones que formulan en los casos de gran envergadura pública.
Uno de los grandes peligros de este discurso es que legitima las prácticas excesivas y violentas de las fuerzas del orden en vista de que “como el código es de los delincuentes”, para disminuirla y enfrentarla se necesita eliminar a “los delincuentes” en los famosos intercambios de disparos, que son el ejemplo franco y doloroso de la incapacidad de los cuerpos policiales de garantizar orden y proteger los derechos de las personas sin el ejercicio ilegítimo de la violencia.
De esta manera no avanzamos ni cambiamos para mejor. Enfrentar la delincuencia en cualquiera de sus manifestaciones pasa por el arduo trabajo de mejorar las condiciones económicas, garantizar derechos sociales, actualizar la legislación penal sustantiva y por supuesto, eficientizar el trabajo de las agencias de investigación y persecución como el Ministerio Público, dotándolo de presupuestos y personal necesario. No le vamos a ganar disminuyendo las garantías procesales ni mucho menos con violencia institucional de la Policía Nacional contra los sectores más vulnerabilizados.
La consecuencia de sostener el discurso populista penal la podemos ver claramente en El Salvador, cuyo Estado de Derecho ha sido poco a poco debilitado al punto de que va por el camino de un régimen autoritario y dictatorial postmoderno.
Y este es justamente lo que muchos no entienden: hoy es un presunto delincuente que muere en un intercambio de disparos o que es condenado sin un debido proceso; pero mañana puede ser cualquiera, incluso uno mismo. Cuando llegamos a este último punto, el Estado de Derecho es lo suficientemente débil para que la democracia se disuelva.
Las garantías del debido proceso indicadas en nuestra Constitución y el propio Código Procesal Penal sirven para que no se les vaya la mano a las agencias del poder punitivo del Estado, incentivando a que la aproximación para la resolución de los conflictos con la ley penal se haga dentro de los cauces institucionales y con la mejor efectividad posible.
Aupar desde el gobierno y las instituciones de la sociedad civil los discursos populistas y exigir más mano dura, al corto plazo genera amplia aprobación, likes y rating; pero a la larga nos deja sin instituciones fuertes, con menos calidad democrática y con la integridad de las personas y sus derechos en constante peligro.