La estética no es un territorio neutral. Bajo el capitalismo, el arte y la cultura han sido secuestrados por el mercado y convertidos en mercancías de consumo, despojados de su capacidad crítica y revolucionaria. La tarea de los revolucionarios y los pueblos que luchan por su emancipación es politizar la estética, es decir, poner la belleza al servicio de la justicia, de la conciencia y de la transformación social.
No se trata de instrumentalizar la creación artística, sino de rescatar su función histórica como fuerza pedagógica, movilizadora y emancipadora.
1. La estética como pedagogía popular
Toda obra estética comunica, enseña, despierta conciencia. La canción de lucha y de contenido social, el mural callejero, la poesía insurgente o el cine comunitario son vehículos de educación política más efectivos que los discursos abstractos y panfletarios. Allí donde el pueblo escucha, mira o canta, puede reconocer su historia y su futuro. La estética militante cumple el papel de despertar la conciencia de clase y mantener viva la memoria de los pueblos oprimidos.
“El arte no puede ser un adorno de los poderosos, debe ser un instrumento de los pueblos para exhibir sus dolores y forjar sus victorias”.
2. Resignificar lo cotidiano
Politizar la estética es también dignificar lo que surge de la vida del pueblo: sus fiestas, sus cantos, sus trajes, sus modos de hablar y de crear. Lo que el elitismo llama “folklore atrasado” se convierte en símbolo de resistencia cultural y popular. Cuando una sociedad rescata sus tradiciones frente al modelo homogéneo impuesto por las transnacionales del entretenimiento, está haciendo un acto político. La estética no es solo belleza, es también identidad y soberanía.
3. Romper con la estética del mercado
El capitalismo reduce el arte a espectáculo y mercancía. Politizar la estética implica sustraerla de esa lógica de consumo y devolverla a la colectividad. Los festivales barriales, los murales comunitarios, las bibliotecas populares, los recitales gratuitos en las plazas son espacios donde la cultura deja de ser un lujo para convertirse en un derecho. La belleza que se comparte y no se vende es un acto de rebeldía.
4. La estética como fuerza movilizadora
La política necesita emoción, símbolos, imágenes que despierten esperanza y furia. Una consigna, una canción o un cartel pueden abrir los corazones donde no llegan las propagandas panfletarias. Por eso, la estética revolucionaria no debe ser decorativa, sino combustible de la movilización. La belleza, unida a la lucha, puede encender pasiones y convertir la indignación en acción organizada.
5. Hacia un humanismo estético
El capitalismo nos impone una cultura de lo efímero, de lo desechable, de lo estrafalario, del espectáculo vacío. La estética politizada debe caminar en sentido contrario: humanizar la belleza, devolverle su carácter profundo, creador, liberador. Una sociedad emancipada no puede separar lo útil de lo bello: el trabajo, la vida cotidiana y la cultura deben ser expresiones de dignidad y plenitud.
Politizar la estética para que repercuta en beneficios del pueblo es poner la belleza al servicio de la justicia, hacer de la cultura un arma de liberación y un puente de conciencia.
Es convertir la poesía en barricada, la música en bandera, la pintura en testimonio, el cine en escuela. Es entender que la estética no es un lujo, sino parte de la praxis revolucionaria que, junto a la economía y la política, construye el horizonte de una nueva sociedad y del camino hacia el socialismo.
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