En “La incapacidad para el diálogo” (Verdad y Método II, p. 203), Hans Gadamer pregunta: “¿Está desapareciendo el arte de la conversación?”¿No observamos en la vida social de nuestro tiempo una creciente monologización de la conducta humana?”.
¿A qué nos referimos con una incapacidad para el diálogo? Gadamer escribió al respecto: “La cuestión de la incapacidad para el diálogo se refiere más bien a la apertura de cada cual a los demás y viceversa para que los hilos de la conversación puedan ir y venir de uno a otro”. (Ibíd., p. 204).
Es esta dificultad para abrirnos a la comprensión del horizonte del otro el signo distintivo de esta incapacidad. Gadamer colocaba de ejemplo el caso de la conversación telefónica, a la que concebía como un mecanismo comunicativo que dificultaba la apertura propia de una conversación cara a cara. Preveía la ruptura comunicativa y la pérdida de espontaneidad que implicaba el desarrollo de las tecnologías de la comunicación.
En su perspectiva, la conversación autentica implicaba la contraposición entre dos mundos, dos visiones que nos llevaba a ampliar nuestra individualidad, a trascender nuestros egos para comprender al otro.
Vinculado con el señalamiento anterior, podemos hablar de una “incapacidad para el diálogo en los términos gadamerianos como una incapacidad para autocriticar nuestros propios límites como escuchas:
“una incapacidad para el diálogo que no se reconoce a sí misma. Suele ofrecer por el contrario la peculiaridad de alguien que no ve esta incapacidad en sí mismo, sino en el otro…En este sentido, la «incapacidad para el dialogo» es siempre, en última instancia, el diagnóstico que hace alguien que no se presta al diálogo o no logra entrar en diálogo con el otro. La incapacidad del otro es a la vez incapacidad de uno mismo”. (Ibíd., p. 209).
Puede haber una realidad objetiva para esta capacidad, como la ausencia de un lenguaje común, pero Gadamer subraya sobre todo el facto subjetivo, la incapacidad para la escucha provocada por la polarización entendida como este autoencerramiento en nuestros propios horizontes y la pérdida de la conversación auténtica que refuerza la resonancia de nuestras propias voces y, con ello, nuestro egocentrismo. Así, se distorsiona nuestra condición dialógica, característica donde se expresa nuestra verdadera humanidad.
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