En un mundo donde la tecnología, la innovación y el conocimiento determinan el poder económico, resulta cada vez más evidente que la clave de la competitividad de las naciones no radica únicamente en sus recursos naturales, ni siquiera en su infraestructura, sino en su capital humano.
Estados Unidos, otrora líder indiscutible en educación, investigación y desarrollo, comienza a ceder terreno frente a potencias asiáticas como China, Corea del Sur, Japón y Taiwán, que han comprendido que invertir en educación técnica y científica no es una opción, sino una necesidad nacional. La falta de personal técnico calificado y la creciente dependencia de mano de obra extranjera son hoy uno de los grandes cuellos de botella del crecimiento industrial norteamericano.
Pero esta advertencia no es exclusiva de las economías avanzadas. En la República Dominicana, el desafío es aún más estructural y urgente. A pesar del crecimiento económico sostenido de las últimas décadas, seguimos arrastrando un sistema educativo débil, desigual y desarticulado del aparato productivo. Los resultados de las evaluaciones internacionales son un reflejo alarmante de nuestra realidad: jóvenes que no comprenden lo que leen, con escasas habilidades numéricas y sin formación técnica suficiente para insertarse en una economía globalizada.
¿Cómo aspirar a convertirnos en un hub logístico, un exportador agroindustrial competitivo o un destino de inversión en tecnología, si no formamos el talento humano que esas industrias necesitan?
¿Cómo dejar atrás el subdesarrollo si seguimos produciendo miles de bachilleres y licenciados que el mercado no demanda, mientras escasean técnicos, ingenieros, programadores, mecánicos industriales y expertos en energías renovables?
El siglo XXI ha dejado claro que el conocimiento es el principal motor de crecimiento y la educación, su combustible esencial. Países que hace medio siglo compartían con nosotros niveles similares de ingreso (como Corea del Sur) son hoy economías avanzadas, gracias a una visión estratégica de largo plazo, centrada en la educación.
Lo mismo aplica para nosotros. No habrá transformación productiva real, ni desarrollo sostenible, sin una revolución educativa integral: desde la primera infancia hasta la formación técnico-superior, con foco en la calidad, la pertinencia y la equidad.
No es un problema de recursos, sino de prioridades. El país necesita voluntad política, coherencia institucional y una alianza sincera entre el Estado, el sector privado y la sociedad civil para colocar a la educación en el centro de su estrategia de desarrollo.
Porque al final del día, las naciones no se desarrollan por decreto ni por inercia: se desarrollan cuando invierten en su gente.
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