"Amigos que por siempre nos dejaron,
caros amigos para siempre idos,
fuera del tiempo y fuera del espacio!
Para el alma nutrida de pesares,
para el transido corazón, acaso".
Edgar Allan Poe

Es curioso, pero nuestra relación comenzó tras una intensa y agria discusión acerca de la idea de que Napoleón Bonaparte había sido envenenado. Ocurrió, según recuerdo, durante un recreo de cuarto curso de bachillerato que ambos cursábamos aquel año en el Liceo Unión Panamericana. A pesar de esta primera diferencia, surgieron entre nosotros, dos adolescentes convencidos de poseer firmes conocimientos acerca de casi todo, señales inequívocas de que el camino que habríamos de recorrer a partir de aquel entonces, lo haríamos juntos. Y así fue.
La amistad, como bien señalan importantes pensadores a lo largo de la historia, es una fiesta que se inicia entre dos personas a las que el destino y solo este, logra unir y lleva en su esencia importantes afectos que pueden llegar a ser tan fuertes como el amor. La tragedia que sufrió Ben-Hur y su familia, causada por el Tribuno Messala, esconde un profundo vínculo de amor y amistad entre estos dos personajes. No se trata tan solo de un nexo superficial y efímero. La verdadera amistad tiene una naturaleza holística y abarcadora; envuelve y cuida celosamente todo cuanto pertenece a uno y otro: padres, esposas, hijos, hermanos y gente próxima a los dos.
Y esa misma naturaleza adquirió la nuestra, que como dije antes comenzó en plena adolescencia y fue tomando forma en un aula escolar. Nuestro incipiente compañerismo fue expandiendo sus límites fuera del centro e incorporando distintas áreas e intereses que poco a poco fueron haciéndose comunes y que al mismo tiempo nos identificaban a ambos. Como dice Julio Ramón Ribeyro “Los amigos desarrollan en nosotros nuestras virtudes potenciales”. Muy pronto Simón Guerrero y yo descubrimos que criar peces tropicales era una pasión que compartíamos al igual que nuestro gusto por los conciertos de música clásica, las exposiciones de pintura, la lectura de libros de carácter científico, las novelas, deambular por el bosque o disfrutar de la playa de Güibia, nuestra favorita.
Los dos escribíamos poesía y frecuentábamos cafeterías, bares, teatros y cines. Juntos nos hicimos ornitólogos amateurs, una actividad que Simón nunca dejó de practicar con auténtica vocación, mientras yo me centraba cada vez más en el estudio y la práctica de la psicología clínica. Afirma y traigo una vez más y de modo no literal a Ribeyro, que los auténticos amigos crean en cada uno de nosotros zonas de contacto independientes y muy distintas entre sí, de tal modo que no siempre son compartidas por las personas que nos son cercanas. Es pues normal y a menudo puede llegar a suceder que, dos individuos a los que estamos muy unidos y por los que sentimos gran afecto, no lleguen jamás a comprenderse, ni a estimarse siquiera, entre ellos.
Recuerdo un día que Simón me recogió en casa y me invitó a ver lo que había hecho con una cigua palmera. Camino a su casa una joven nos pidió una bola y él de inmediato, una vez que subió al vehículo, comenzó a coquetear con ella. Yo le dije — joven no le ponga asunto a este señor, es un hombre malo. Yo soy su chofer, mire que soy negro y el se busca conductores como yo. Tengo veinte años trabajando a su servicio y no me liquida mientras él mismo conduce su carro.
Simón muy serio añadió entonces elevando un poco la voz — Aquí el chofer de este señor soy yo y el sí que es más malo que todos los malos. El busca conductores blancos para discriminarlos como hace conmigo.
La joven nos miró a los dos y con un semblante que se hizo muy adulto de repente, respondió – Ustedes son dos buenos sinvergüenzas y por lo que veo los mejores compinches. Lo dijo mientras reía a carcajadas y lo cierto es que no se equivocó.

Octavio Paz escribió que un amigo es la alegría, la lealtad, la rectitud, la claridad en el juicio, la benevolencia, la risa y la sonrisa, la camaradería y muchas cosas ciertas acerca de la misma. Personalmente no puedo estar más de acuerdo con sus palabras. Y esto es lo que nosotros fuimos siempre el uno para el otro, es lo que ambos compartimos, disfrutando de una relación verdadera hasta aquel infausto instante en el que recibí la noticia de que se había caído de un árbol en el campus de la Universidad Autónoma de Santo Domingo y había quedado inconsciente. Fue una voz cercana, compungida y rota por el dolor quien me confirmó, días después, que Simón había muerto. Y vuelvo por tercera vez a Ribeyro cuando sentencia que “perder un amigo significa muchas veces neutralizar un sector de nuestra personalidad”. Todos cuantos asistimos a su velatorio, no solo teníamos la guardia baja y el ánimo deshecho, nos sentíamos desorientados, perdidos y distantes unos de otros. Lo único que pareció unirnos, en aquellos terribles momentos, fue la abrumadora certeza de su muerte y aquella ausencia tan dolorosa e imposible de aceptar
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