Lo de Martha Rivera-Garrido es un caso único dentro de las letras dominicanas: el de una poeta que en principio vivía, escribía y que le daba igual el “mundo de las letras”.
Nos conocimos en un tórrido 1982, con Amanda Miguel de Sountrack y también aquello de “mi corazón es delicado… muy bien cuidado”. La pila de amistades parecía inmensa, intensa y demás yerbas.
Una noche, en casa de José Rodríguez, en Herrera, Marth sacó unos folios que comenzó a leer y a deslumbrarnos. Era “Twenty Century (aún sin título en español). Más que una lectura, era un manifiesto, una radiografía, un mapa, un canto casi golpeante de lo que éramos y en lo que nos estábamos convirtiendo. En un momento pensé -y todavía pienso-, que fue el último y gran remedo después de “Hay un país en el mundo”, de Pedro Mir.
Los poetas se acostumbran a bombardearnos con muchos poemas y poemitas. Es raro entre nosotros el pensamiento extenso, el viaje más allá de dos páginas. “Yelidá”, de Tomás Hernández Franco, “Vlía”, de Freddy Gatón Arce, “Un extraño ulular traía el viento”, de Chiqui Vicioso, son algunas de estas muestras de texturas clásicas. La de Martha se convirtió en un inicio en parte de nuestro lenguaje y a veces, si nos ponemos en ondas proféticas, en verdaderas calas nostradámicas.
El mundo que conocíamos, el proclamado por Fidel, Silvio y cualquier congreso del PCUS, se desmoronaba, ya en ese 1982. Martha lo sabía, aunque Narciso y Fafa proclamasen la revolución inminente, que para muchos ya era inmanente.
Durante tres años aquella copia de Twenty Century desfilaba hacia el precipicio de cualquier olvido en el pantalón, y la lavada, y zas, se esfumó. En 1985 decidimos imprimirlo como libro.
Nuestras tareas editoriales de entonces ya estaban en marcha: “Reunión de poesía, poetas de la crisis”, había sido la primera muestra de poesía dominicana “contemporánea”; lanzábamos igualmente una “Poesía escogida” de Juan Sánchez Lamouth, al igual que otra de “Manicomio de Papel”, de G. C. Manuel. Siguiendo las posibilidades de entonces, el reto era: conseguir resmas de papel por ahí, tinta por allí, stenciles por donde fuera y una máquina de mimeografía.
El “equipo editorial” de entonces, formado por Eduardo Díaz Guerra y yo, se puso en movimiento. Le caímos entonces a dos o tres amigos, ya fuese en las oficinas de Profamilia, la publicitaria Retho o alguna lúgubre oficina del Banco de Reservas, y el papel estaba asegurado. En el mítico local de CEPAE aparecieron Fernandito y un mimeógrafo, que en sábados de pura clase obrera se transformaba en los “Talleres de la Crisis”.
Así armamos “Twenty Century (aún sin título en español), con la gran colaboración del artista plástico José Mercader. Como ya no teníamos material para imprimir la portada, y en vista de que el diseño que le hice al poemario era más exigente que los anteriores -que habíamos hecho con papel reciclado de otros trabajos-, entonces surgió la idea de hablar con José Pérez y su naciente Editora Búho. Y ahí fuimos a tirar la portada de aquellos cincuenta o sesenta ejemplares, ya no recuerdo.
Y ahí ya estaba el poemario de Martha, deslumbrándonos con sus soles intermitentes y esa manera de narrar, de preguntar, dialogar con aquel Luis Días previo a “Vickiana”, pero de todos modos, prendiendo tus pantallas de noche y de día.
Ya tuve tiempo hace años de escribir sobre este inmenso poema. Ahora solo quería recordar las condiciones en que se levantó como libro. Justo ahora, cuando celebramos sus 40 años con cuarenta ejemplares, en edición facsimilar, que compartimos con aquellos viejos y nuevos lectores de una autora fundamental, cristalina y muy legible: Martha Rivera-Garrido.
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