En las últimas décadas, el rol de los partidos políticos ha experimentado una transformación estructural profunda que ha redefinido su función representativa, su legitimidad institucional y su forma de intervenir en el espacio público. En el siglo XX predominó el partido estructural, con una organización jerárquica, bases militantes estables y programas ideológicos coherentes. En cambio, el siglo XXI ha dado paso al partido comunicacional, moldeado por la globalización, la revolución digital y la economía de la atención. Este nuevo modelo responde más a la lógica de la visibilidad y del impacto mediático que a la de la deliberación y la agregación orgánica de intereses.

Tres factores explican esta mutación. Primero, la disrupción tecnológica: plataformas como X, Instagram, Facebook, YouTube o TikTok han desintermediado la relación entre los líderes y los electores, reduciendo la relevancia de las estructuras territoriales y los mecanismos tradicionales de control interno. Segundo, la personalización: los liderazgos carismáticos sustituyen al programa político como eje identitario del partido. Y tercero, la volatilidad electoral: los votantes se mueven entre opciones cada vez más líquidas, guiados por percepciones inmediatas y narrativas emocionales.

La mediatización de la política ha desplazado la lógica institucional por la lógica del espectáculo. Congresos, primarias y convenciones han dejado de ser espacios de deliberación para convertirse en escenarios cuidadosamente diseñados para comunicar poder, empatía o renovación. El partido ya no actúa prioritariamente como una institución de representación, sino como un dispositivo de comunicación de alta frecuencia, cuyo éxito depende del posicionamiento simbólico de sus figuras. Esta dinámica acerca a los ciudadanos, pero debilita los mecanismos estables de agregación y disciplina programática.

Los partidos se transforman en maquinarias de marketing continuo, donde el éxito se mide en clics y no en compromisos sostenidos

La ciencia política había anticipado este proceso. Otto Kirchheimer advirtió el tránsito hacia el “catch‑all party”, orientado a ampliar audiencias sacrificando coherencia ideológica; Bernard Manin describió la “audience democracy”, en la que el vínculo directo entre líder y elector sustituye la mediación institucional; y Katz y Mair, con su teoría del “partido cartel”, alertaron sobre la creciente dependencia de los partidos respecto de recursos estatales y pactos interpartidarios. En el siglo XXI, la digitalización extrema estos procesos al introducir métricas de visibilidad y viralidad que determinan la agenda interna.

La dataficación política intensifica esa lógica. Herramientas de microsegmentación, publicidad programática y análisis algorítmico permiten diseñar estrategias de comunicación hiperpersonalizadas. El resultado es una política más eficaz en el corto plazo, pero más frágil en densidad institucional. Los partidos se transforman en maquinarias de marketing continuo, donde el éxito se mide en clics y no en compromisos sostenidos. El riesgo democrático radica en que la política se reduzca a la gestión de percepciones y no a la construcción de proyectos.

Ahora bien, lo estructural no ha desaparecido, pero se encuentra subordinado a lo comunicacional. Los estatutos, los órganos internos y los procedimientos subsisten, pero se adaptan a la lógica mediática. La selección de candidaturas, las decisiones de bancada o la elaboración de programas se formulan pensando más en la traducción comunicacional que en la coherencia doctrinaria. Este desplazamiento genera un cortoplacismo estratégico que pone a prueba la función institucional de los partidos en los sistemas democráticos.

Como jurista y politólogo, conviene advertir los riesgos: la sustitución del argumento por el eslogan; la fragilidad de las estructuras ante liderazgos efímeros; y la desigualdad competitiva que produce la concentración de recursos tecnológicos. En América Latina, y particularmente en República Dominicana, estos fenómenos son visibles en la creciente dependencia de la política respecto de la imagen, las encuestas y los medios digitales. La democracia se vuelve, así, vulnerable al marketing y dependiente de los algoritmos.

La tarea es transformar la atención efímera en compromiso cívico duradero

Sin embargo, no todo es regresión. La inmediatez comunicacional también democratiza la esfera pública: reduce barreras de entrada, amplía la rendición de cuentas y abre espacios de participación antes inexistentes. Los partidos que logren convertir la comunicación en un instrumento de organización —no en su sustituto— podrán revitalizar su legitimidad. La tarea es transformar la atención efímera en compromiso cívico duradero.

Desde una perspectiva institucional, el desafío consiste en reconstruir el equilibrio entre comunicación y estructura. Ello requiere fortalecer la democracia interna, profesionalizar la gestión partidaria, garantizar la transparencia en el financiamiento y fomentar la formación doctrinal y programática. Asimismo, urge vincular la innovación tecnológica con la deliberación política, de manera que los instrumentos digitales no sustituyan la discusión racional, sino que la amplifiquen.

En definitiva, los partidos políticos contemporáneos deben ser instituciones comunicativas con densidad estructural. No basta con competir en el mercado de la atención: deben sostener proyectos coherentes y defender la representación como principio, no como eslogan. En sociedades mediáticas, el verdadero liderazgo no es el que más seguidores acumula, sino el que logra traducir influencia digital en legitimidad institucional. Solo así, los partidos políticos podrán reconciliar visibilidad y sustancia, inmediatez y proyecto, comunicación y democracia.

José Manuel Jerez

Abogado

El autor es abogado, con dos Maestrías Summa Cum Laude, respectivamente, en Derecho Constitucional y Procesal Constitucional; Derecho Administrativo y Procesal Administrativo. Docente a nivel de posgrado en ambas especialidades. Maestrando en Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Diplomado en Ciencia Política y Derecho Internacional, por la Universidad Complutense de Madrid, UCM.

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