«Mi dentadura se la presté a Vargas Llosa», solía decir con burlona seriedad, el también escritor Juan Carlos Onetti, cuando alguien le miraba sin recato el par de dientes-sobrevivientes, aunque también se dice que así saludó a unos estudiantes que querían entrevistarlo y no lo dejaban tranquilo en su departamento de Madrid. El uruguayo era tímido y huraño, mientras que el peruano, jovial y parlanchín. Hay quien dice que el sarcasmo tenía otra explicación: La Casa Verde ganó el premio Rómulo Gallegos en 1967 y Juntacadáveres sólo fue finalista. Más tarde, Llosa repetiría estas y otras anécdotas, inclusive escribiría un ensayo sobre el propio Onetti. Escritor prolífico: novela, cuento, ensayo, reportajes periodísticos, teatro, etcétera. Desde el pasado 13 de abril, los obituarios recuerdan su vida y obra.
Como se sabe, uno de sus estudios más brillantes, Historia de un deicidio, fue sobre Cien años de soledad, aunque tiempo después, apasionado y explosivo de carácter, le dejó un ojo morado al autor: colofón de una amistad a la que ya se le veían las grietas. Eso sí, como si lo hubieran pactado, nunca revelaron el motivo y cada vez que les recordaron el incidente, sucedido en los años setenta, en Ciudad de México, lo eludieron con elegancia.
Lo cierto es que un día, la-raza-intelectualoide-meshica se disponía a ver el preestreno de una película. Gabo lo divisó de lejos, contento de reencontrarse con su amigo, extendió los brazos y no vio el puño volador, que lo dejó derribado y confuso en aquella alfombra roja. Según esto, antes de darse media vuelta, rugió algo del tipo: «Eso fue por lo que le dijiste a Patricia». Mercedes Barcha vociferaba que Mario era un estúpido celoso. Sin embargo, yo no quería meterme en estos bretes íntimos, que a estas alturas ya no lo son tanto. Es lo que pasa cuando uno no sabe para dónde ir…
Para qué contar que una vez lo vi dar una charla en la Sorbona y que no pude conseguir ningún libro suyo para que me lo firmara (¿o sería que no hice ningún esfuerzo?). En un momento de locura, consideré arrebatarle uno a un joven estudiante que presumía el suyo y escapar después. No puse en práctica mi idea y me quedé sin el deseado autógrafo. Además, al salir, me lo topé de frente en plena calle: él iba con otros trajeados rumbo a un Mercedes, yo (sin corbata) hacia el metro. Apenas si me miró y sólo alcancé a murmurar un Hasta luego maestro, que ni yo mismo escuché. Si hubiera llevado falda quizás hasta un beso le hubiera asestado… suponiendo que fuera mi tipo. En esa plática habló, en un francés mejor que el de muchos, sobre sus héroes literarios: que si Hugo esto, que si Flaubert, que si los Mosqueteros, que si la soñadora Bovary lo otro.
Por cierto, descubrí sus libros en una clase en segundo de preparatoria: nos obligaron a leer obras tan densas como la de doña Emma Bovary, pero también La tía Julia y el escribidor, en donde se entrecruzan dos historias: la de un joven que desea ser escritor y que sin querer o acaso queriéndolo, se casa con su tía (divorciada) y la de un guionista de radioteatros que de tanto fabular, termina por perder la razón. Por otro lado, admito no leí una de sus novelas más aclamadas, Conversación en la Catedral. ¿Sería por sus muchas páginas, porque se necesita demasiada concentración para seguir la trama? Las múltiples conversaciones en ese santuario del alcohol (la Catedral), se cuentan a lo Faulkner, saltando del punto de vista y de escena de un párrafo a otro. Por lo menos, tampoco he citado al ya célebre Zavalita, el personaje que, abatido y briago (supongo), se pregunta en qué momento se jodió el Perú.
No pretendo hacer una lista sobre mis lecturas, aunque tampoco leí Pantaleón y las visitadoras (por lo menos vi la película), me pregunto si ahora sería censurado por las almas devotas de la corrección política. Eso sí, leí un par de veces la terrorífica Fiesta del chivo y reconocí en el nombre de las calles de Santo Domingo a algunos de los valientes que concluyeron exitosamente el complot. Incluso, llegué a caminar con decidido morbo por el Malecón, en busca del monumento que recuerda la ejecución de Trujillo, dedicado a los Héroes del 30 de mayo, pero a quién podría importarle…
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