En el año 1962 llegó al país un excepcional jesuita español: el padre Dubert. Fue asignado inicialmente a Dajabón para realizar su primer trabajo pastoral, y más tarde enviado a Loma de Cabrera. Allí comenzó a trazar un prolongado y fecundo legado. Eran tiempos difíciles en la nación, y, fruto de su prédica de Jesús, sufrió hostigamientos en la frontera. Años después, fue designado párroco de la iglesia Corazón de Jesús, en los Jardines Metropolitanos de Santiago de los Caballeros.

Precisamente allí lo conocí, hacia 1981. Por entonces, yo iniciaba mis estudios en la Escuela de Derecho de la PUCMM. Desde nuestros primeros encuentros, me cautivó: por su humanismo, su peculiar manera de predicar el evangelio, su pasión por la lectura, su liderazgo… en fin, por su don de gente. Escucharlo en las misas dominicales del Politécnico era una experiencia conmovedora, de la cual era difícil sustraerse. Con una oratoria fascinante, extrapolaba las lecturas bíblicas a la sociedad contemporánea. Intercalaba sus reflexiones con citas de historia, filosofía, literatura o personajes del mundo. Incluso personas no creyentes o agnósticos asistían solo para escuchar sus prédicas de antología.

De una de estas misas, repleta de fieles, recuerdo una anécdota jocosa. Uno de nuestros hijos, el inquieto Enzo —de apenas tres o cuatro años—, le pedía desesperado a su madre, en plena misa, que lo amamantara. Con voz clara, que retumbó en todo el salón, exclamó: “¡Mami, teta!”. Dubert, que ya estaba en el epílogo de su homilía, la interrumpió y, con su característico acento español, dijo: “¡Por Dios, mujer, dale el seno a ese niño!”.

Este sacerdote, que solía vestir con mangas de camisa, era un conversador nato, de paso rápido y mirada aguda. Al mismo tiempo, un cura emprendedor, impulsor de proyectos de alto impacto social. Lo demostró en el oeste del país y en distintas comunidades de Santiago. Durante muchos años fue director del seminario Camino y de Cáritas Arquidiocesana. Promovió la construcción de viviendas para personas en condiciones vulnerables, así como de dispensarios médicos, escuelas técnico-vocacionales, comedores, iglesias, entre otros. El servicio era siempre una prioridad de su accionar y propugnaba por todos asumirlo como una praxis de vida.

En su parroquia de Los Jardines auspició grupos integrados por niños, jóvenes y universitarios. Con ambos segmentos organizó campamentos de verano que resultaron trascendentes para miles de participantes. A mucha honra, por más de cinco años formé parte del equipo coordinador de los campamentos universitarios, denominados según el año “Operación…”. Fue una experiencia que marcó nuestras vidas. En sus inicios, los campamentos se celebraban cerca del río Inoa. Luego se trasladaron a Bao, en terrenos a orillas del río de esa comunidad. Allí, cerca de 100 jóvenes de distintas universidades del país nos congregábamos cada verano para vivir una experiencia irrepetible.

Dormíamos en casas de campaña. Desde las 6:00 a.m. estábamos en pie para izar la bandera y cantar el himno nacional. Seguía la reflexión matutina, el desayuno, y luego cada quien lavaba su plato. La actividad central de la mañana podía ser una clase de oratoria, una charla de Dubert sobre temas sociales, religiosos o literarios, o la visita de un invitado especial. Entre los que participaron, recuerdo al padre José Luis Alemán, Frank Marino Hernández, José Israel Cuello, Frank Moya Pons, José Francisco Peña Gómez, Vicente Bengoa, Marino Vinicio Castillo y Julio César Castaños Espaillat. Aquellos encuentros, celebrados en una rústica caseta junto al río, eran memorables. Todos sentados en el suelo, excepto los invitados y Dubert.

Luego seguía el baño en el río o una jornada de impacto social o deportivo: reforestación, interacción comunitaria, senderismo o actividades en la explanada. Al caer la tarde, arriábamos la bandera, cenábamos, participábamos de una misa o fogata, y para las 10:00 p.m. estábamos listos para dormir. Otra enseñanza de estos campamentos era la participación activa de todos —organizadores y campistas— en tareas comunes: cocina, limpieza, vigilancia nocturna, compras, etc. Recuerdo vívidamente al Padre Dubert con su boina ladeada, ropa sencilla, tenis, dirigiendo el concurso de oratoria. Bañándose con nosotros en el río, con un libro en las manos o leyendo. Contando chistes, compartiendo sus magnetizantes testimonios, su visión espiritual del mundo. Su empatía con la juventud era única.

Como organizadores, permanecíamos internados en la sierra por más de un mes. La partida de estos campamentos era siempre nostálgica. No queríamos despedirnos de lo vivido. Hasta las estrellas —decíamos— se veían distintas en esa serranía, arrullada por el murmullo del río. Fuimos muy felices allí. Y lo sabíamos bien. Gracias a esta experiencia, aquilaté la extraordinaria calidad humana de Dubert. Forjamos una amistad que siempre he considerado una bendición. Fue quien bendijo mi primer despacho profesional, el cura que nos casó, bautizó a nuestros tres hijos, bendijo nuestro hogar… nuestro guía espiritual y existencial.

En 2005, Dubert murió. La noticia fue devastadora, inesperada. Aún sentimos su ausencia. Su cuerpo descansa en una de las últimas iglesias que construyó: San Ramón Nonato, en los Cerros de Gurabo, Santiago. En su lápida se lee una frase que resume parte de su pensamiento: “Uno es lo que lee”.

Afortunadamente, algunas de sus grandes obras han trascendido su muerte. Una de ellas son los Campamentos del Padre Dubert, que aún hoy llevan su nombre. Este año, el proyecto celebra su 50 aniversario. Miles de niños —en su mayoría de barrios y campos pobres de nuestra ciudad— participan cada verano. Para ellos, esta experiencia es extraordinaria: por la alegría, el contacto con la naturaleza, las actividades recreativas o de formación… pero, sobre todo, porque rara vez tienen acceso a este tipo de oportunidades en sus vidas.

Desde la semana pasada se celebran los campamentos de este año. Para garantizar su éxito y permitir que miles de niños puedan participar, se necesita nuestra generosa colaboración económica. Podemos apadrinar a uno o más de ellos. Le exhorto a hacerlo. No solo para honrar la memoria del padre Dubert, sino para brindar a estos niños una experiencia mágica, transformadora, que puede cambiar sus vidas y, sin duda, propiciar un mejor futuro para el país.

Para concretar su valioso aporte, ya sea en efectivo o en especie, puede comunicarse con el entusiasta equipo organizador de la Fundación Campamento Bao, Inc., a través de los teléfonos 829-345-4771 y 829-345-4772. También puede realizar su donación directamente a la cuenta núm. 763951563 del Banco Popular, a nombre de la fundación, con RNC núm. 430-002445. Ojalá que todos podamos contribuir con esta noble causa, pues, como expresa el inspirador eslogan de esta fundación: “Un niño más… es una esperanza más “.

José Lorenzo Fermín

Abogado

Licenciado en Derecho egresado de la PUCMM en el año 1986. Profesor de la PUCMM (1988-2000) en la cual impartió por varios años las cátedras de Introducción al Derecho Penal, Derecho Penal General y Derecho Penal Especial. Ministerio Público en el Distrito Judicial de Santiago (1989-2001). Socio fundador de la firma Fermín & Asociados, Abogados & Consultores desde el 1986.-. Miembro de la Comisión de Revisión y Actualización del Código Penal dominicano (1997-2000). Coordinador y facilitador del postgrado de Administración de Justicia Penal que ofrece la PUCMM (2001-2002). Integrante del Consejo de Defensa del Banco Central y de la Superintendencia de Bancos en los procesos de fraudes bancarios de los años 2003-2004, así como del Banco Central en el caso actual del Banco Peravia. Miembro del Consejo Editorial de Gaceta Judicial. Articulista y conferencista ocasional de temas vinculados al derecho penal y materias afines. Aguilucho desde chiquitico. Amante de la vida.

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