La mayor tragedia de nuestro tiempo no es que nos vigilen: es que lo celebremos. Ni que la ignorancia exista: es que ahora se aplauda. Esa mezcla —la banalidad romantizada y la vigilancia complaciente— es el veneno del siglo XXI. He leído 1984, de George Orwell, y Un mundo feliz, de Aldous Huxley, no menos de cinco veces cada uno, y cada vez siento menos que sean novelas y más que son espejos de nuestra sociedad. Lo que ellos imaginaron como advertencia hoy lo vivimos como costumbre: vigilancia disfrazada de comodidad, dopamina barata disfrazada de libertad. Orwell nos advirtió del látigo del Gran Hermano que decide qué es verdad y qué es mentira; Huxley nos previno de la anestesia dulce de un pueblo que entrega su libertad por entretenimiento superficial. Lo verdaderamente inquietante es que ambas profecías, opuestas en apariencia, ya se cumplen al mismo tiempo. Y lo peor: lo hacen con nuestra complicidad.

Ciertamente hoy vivimos hiperconectados, vigilados por algoritmos que monitorean e influyen en todo lo que hacemos, cuándo lo hacemos y con quién. Eso es Orwell. Pero al mismo tiempo nos encontramos anestesiados por pantallas infinitas, videos diseñados para estimularnos en segundos, espectáculos que premian lo vulgar como si fuera mérito, y una juventud que aplaude sin sospechar que a veces celebra lo que degrada su propia dignidad. Eso es Huxley. Y lo peor es que no sabemos cuándo empezó todo. No hubo un decreto que nos prohibiera pensar ni una droga obligatoria que nos adormeciera como en las novelas. Fue mucho más sutil: llegó como costumbre, como entretenimiento, como notificación. Y de repente, sin darnos cuenta, ya estábamos en esto.

Hoy todo se le pega a la inteligencia artificial, pero conviene aclarar: no es la culpable de este dilema. Al contrario, bien usada puede ser una aliada formidable: liberarnos de tareas mecánicas, mejorar diagnósticos, hacernos más productivos y, en el mejor de los casos, regalarnos tiempo para lo que de verdad importa: reflexionar, crear, investigar, corregirnos. El problema no es la IA; somos nosotros cuando, en vez de usarla para retarnos intelectualmente, la usamos solo para distraernos o anestesiarnos. Esa es la paradoja: máquinas que aprenden en segundos y seres humanos que cada día leen menos. Orwell temía que nos arrebataran los libros de las manos; Huxley temía que fuéramos nosotros mismos quienes los dejáramos caer por pura pereza. Y lo terrible es que ninguno parece equivocarse: mientras la máquina afina sus algoritmos para mantenernos entretenidos, nosotros ensayamos —con entusiasmo— nuestra dócil y sonriente rendición.

Para que se entienda en buen dominicano: antes se decía que “la televisión embrutecía al pueblo”. Hoy la televisión es casi un recuerdo; lo que tenemos son pantallas portátiles que nos bombardean a cada segundo, sembrando ideas cien veces más eficaces —y más invasivas— que cualquier televisor. ¿Cuántos de nuestros jóvenes pasan cinco, seis o siete horas al día pasando reels sin contenido, pero no pueden lograr leer tres páginas de un libro porque lo consideran un esfuerzo excesivo, una carga insoportable o un lujo de concentración que ya no están dispuestos a pagar? Ese es el nuevo soma de Huxley, solo que más barato y muchísimo más adictivo. Y mientras tanto, todo lo que hacemos —cada búsqueda, cada click, cada conversación— queda registrado en servidores que saben más de nosotros que nuestra propia familia. Ese es el Gran Hermano de Orwell, solo que ya no impone miedo: se presenta como conveniencia.

Es infinitamente más prometedor presenciar a estudiantes de cualquier escuela debatiendo con pasión su lectura de La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, o de El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez, que verlos creyendo que el valor de una persona se mide por quién destila más vulgaridad en un micrófono o convierte la humillación ajena en espectáculo rentable.

Lo que más me preocupa no es la vigilancia en sí, sino la vigilancia aceptada con una sonrisa. Todos lo hemos vivido: salimos del supermercado y, al minuto, el celular nos muestra la publicidad del mismo producto que acabamos de mirar en la góndola. Nos reímos, lo compartimos como chiste —“mira qué fuerte el algoritmo”, “parece que estos aparatos me leyeran la mente”— y seguimos adelante. Ese es el verdadero nivel de sedación que tenemos: sabemos que nos vigilan y no nos importa para nada. Peor aún: hemos llegado a convencernos de que incluso está bien. Y es justo ahí donde Orwell y Huxley se han estrechado la mano de una forma única e inesperada: control y anestesia, ahora son aliados invisibles, disfrazados de normalidad cotidiana.

Por esto entiendo que la resistencia más radical que nos queda —o la única— es la lectura. Pero leer no es tragarse un contenido para una tarea: debemos entender que cuando leemos ponemos en orden nuestro pensamiento, aumentamos nuestra imaginación y despertamos la duda razonable. Leer es el único gimnasio donde se entrena nuestra mente, un entrenamiento silencioso en un mundo que detesta el silencio y es alérgico a la concentración. Hoy, leer es casi un acto de rebeldía. Y lo digo sin titubeos: prefiero ver jóvenes en un liceo de cualquier rincón del país debatiendo si Sócrates tenía razón al afirmar que una vida sin reflexión no merece ser vivida, antes que verlos desperdiciando horas en redes sociales, atrapados en el vaivén del último chisme o insulto reciclado.

Es infinitamente más prometedor presenciar a estudiantes de cualquier escuela debatiendo con pasión su lectura de La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, o de El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez, que verlos creyendo que el valor de una persona se mide por quién destila más vulgaridad en un micrófono o convierte la humillación ajena en espectáculo rentable. Porque degradar es fácil, contagioso y lucrativo; pensar, en cambio, siempre ha sido un privilegio de los valientes… y de los pocos que aún no se han rendido al algoritmo de la banalidad.

Esto lo expresó mejor que nadie Jesús Quintero en un monólogo que parece escrito para este tiempo, aunque lo pronunció cuando la distopía en que vivimos no era ni una décima parte de lo que es hoy: “Nunca como ahora la gente había presumido de ser un ignorante que nunca ha leído un libro en su jodida vida; nunca como ahora los necios y analfabetos habían sido tan osados de hablar y opinar de todo sin saber de nada”. Esa es, quizá, la paradoja cultural que más me duele: la ignorancia ya no se esconde, se exhibe como trofeo. Pero leer no es simplemente un asunto de decodificar letras; es racionalizar lo leído, dejar que una idea nos lleve a otra y que esa cadena de comprensiones nos obligue a elegir con mayor conciencia.

Leer no nos garantiza que seamos mejores personas, pero sí multiplica la posibilidad de que lo que hagamos sea una decisión nuestra y no mandato de una pantalla. Y eso, precisamente, es lo que nos hace humanos: la capacidad de equivocarnos y, con claridad, corregirnos. Además, leer nos regala vocabulario, y es que sin palabras no hay pensamiento posible. Una mente sin palabras es una mente desnuda, vulnerable y, peor aún, fácilmente radicalizable. Mientras tanto, muchos de esos “referentes” mediáticos parecen no darse por enterados —o se hacen los locos— porque es más fácil seguir viviendo en su burbuja de likes y bulla digital, donde lo superficial es lo que está “pegado” y el morbo es lo que más factura.

Por eso insisto una y otra vez: alejar a nuestra juventud de la banalidad no es un lujo moralista; es una urgencia nacional. Lo digo con frialdad académica: tanto la psicología del desarrollo como la ciencia de la administración coinciden en que los jóvenes necesitan guías, incentivos y referentes para orientar su energía y su motivación. Cuando no los tienen, otros —menos preparados y más superficiales— ocupan ese espacio. Ningún ejército nos salvará si antes hemos perdido la batalla por el alma de nuestros jóvenes.

En países como Finlandia, la apuesta cultural es tangible: destinan alrededor del 1.7 % de su PIB al conjunto de servicios de cultura, recreación y comunidad, lo que incluye bibliotecas, festivales y programas nacionales de fomento lector que han moldeado generaciones. En República Dominicana, el panorama es muy distinto: el Ministerio de Cultura contó en 2024 con apenas RD$2,799 millones, lo que equivale a menos del 0.04 % de nuestro PIB estimado. Ese monto, aunque limitado, sostiene una valiosa agenda de museos, escuelas de arte, festivales, casas de cultura, programas comunitarios y actividades que mantienen viva nuestra identidad. Lo que propongo no sustituye ni compite con esa labor: más bien, muestra cuánto más se podría lograr si este presupuesto creciera. Un Plan Nacional de Lectura y Debate es apenas un pequeño ejemplo de cómo un esfuerzo focalizado —con menos de RD$150 millones anuales— podría transformar la relación de los jóvenes con la lectura, la palabra y el pensamiento crítico. De hecho, planes semejantes deberían diseñarse para cada área de la cultura: la música, el teatro, las artes visuales. Y todos juntos justificarían no solo mantener, sino ampliar significativamente la inversión cultural, porque si un programa relativamente modesto puede generar un cambio social tan profundo, ¿qué no lograríamos con una apuesta más integral y de largo plazo?

No se trata de comenzar con miles de millones. Con un diseño realista, bastaría destinar RD$4 a 5 millones por provincia cada año. Con menos de RD$150 millones anuales se puede organizar un circuito nacional que abarque todo el país: los 158 municipios, las 31 provincias más el Distrito Nacional, las 10 regiones de planificación y una gran final nacional. La estructura sería clara y motivadora:

  • Etapa municipal: cada municipio reconocería a sus tres mejores equipos con premios que, en conjunto, sumen unos RD$200,000 por municipio.
  • Etapa provincial: en cada provincia y en el Distrito Nacional, los tres primeros lugares recibirían alrededor de RD$600,000 en total.
  • Etapa regional: las 10 regiones de planificación definirían a sus campeones con premios de hasta RD$1.2 millones por región.
  • Gran final nacional: los tres primeros lugares alcanzarían premios de entre RD$1 y 3 millones.

En total, RD$68.8 millones en premios directos a estudiantes. Esto dejaría más de RD$80 millones adicionales, dentro del mismo presupuesto proyectado de RD$150 millones, para cubrir libros, logística, formación de jurados y difusión. Premios escalonados que no solo reconozcan, sino que motiven a miles de jóvenes a leer, debatir y defender ideas.

Así, en lugar de presumir en redes que “nunca he leído un libro en mi vida”, veríamos a jóvenes orgullosos de haber viajado por Rayuela, de Cortázar; de haber degustado un ensayo de Pedro Henríquez Ureña; de haber compartido la espera digna y dolorosa del coronel de García Márquez; de haber sentido el pulso nacional en La Mañosa, de Juan Bosch; o de haber recorrido, con ojos abiertos a la historia, Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago. Y todo esto con la misma naturalidad —y hasta con el mismo fervor— con que hoy repiten, casi de memoria, letras de canciones que, lejos de elevarlos, degradan justamente a la juventud que las canta.

Pocas pasiones valen tanto para una sociedad como devolverle a su juventud el amor por la lectura. Si lo hacemos, en apenas una década no seremos un país más arrastrado por la banalidad romantizada, sino la nación que recordó que pensar es la forma más alta de libertad. Yo no quiero que mi hija crezca en un país anestesiado ni en una república domesticada por la vigilancia. Quiero que crezca en una patria que lea, que discuta con respeto, que premie la inteligencia y proteja la dignidad. Y todavía estamos a tiempo. Entre Orwell y Huxley aún cabe una tercera vía: una República Dominicana que no se rinda al algoritmo porque aprendió, con orgullo y rebeldía, a amar otra vez los libros y poder defenderse de él. Quiero que entiendan que esto no se trata de rescatar páginas olvidadas, sino de rescatarnos a nosotros mismos. Porque cuando un país deja de leer, no hace falta que lo opriman desde afuera: se encierra solo, orgulloso incluso, en la celda de su ignorancia.

Rafael Antonio Vargas López

Administrador de Empresas y docente

Rafael Antonio Vargas López es docente universitario de grado y posgrado en la Universidad Iberoamericana (UNIBE) y en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Es licenciado en Administración de Empresas y posee una Maestría en Dirección Estratégica por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM), así como una Maestría en Gestión Universitaria por la Universidad de Alcalá de Henares (España) y una Especialidad en Entornos Innovadores de Aprendizaje por la Escuela de Organización Industrial (EOI) de España. Es articulista, autor de libros sobre gestión y novelas de corte reflexivo y social. Actualmente es Director de Planificación y Desarrollo Institucional de UNIBE. rvargas_lopez@hotmail.com

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