Recuerdo con claridad una de mis lecturas más formativas durante los años del doctorado: Los dones de Atenea de Joel Mokyr. En aquel texto fascinante, se explicaba cómo el progreso técnico no depende solo de inventos o descubrimientos aislados, sino de la capacidad de las sociedades para organizar el conocimiento, transmitirlo y aplicarlo a la producción. Esa idea, que combinaba historia económica y filosofía del conocimiento, me marcó profundamente. Años después, me resulta especialmente significativo que el propio Mokyr, junto con Philippe Aghion y Peter Howitt, haya recibido el Premio Nobel de Economía 2025, por sus aportes a la comprensión del crecimiento impulsado por la innovación y al impacto de la destrucción creadora schumpeteriana.
Este reconocimiento no es menor: es el tercer Nobel vinculado a la economía del conocimiento, después de Robert Solow (1987), quien explicó el papel del progreso técnico en la productividad, y Paul Romer (2018), quien introdujo la innovación como motor endógeno del crecimiento. Mokyr, Aghion y Howitt representan la maduración de esa tradición. Han mostrado que el desarrollo no proviene de acumular más capital o trabajo, sino de crear entornos institucionales que fomenten la experimentación, la competencia y la difusión del conocimiento. En sus modelos, la economía crece porque las empresas y los individuos innovan, y lo hacen porque las reglas, los incentivos y la cultura lo permiten.
Esta perspectiva es particularmente relevante para la República Dominicana, una economía que ha crecido de forma sostenida durante dos décadas, pero que se encuentra atrapada en lo que los economistas llaman la trampa de la renta media: ya no puede competir solo con bajos salarios, pero todavía no ha construido las capacidades científicas y tecnológicas necesarias para dar el salto hacia una economía basada en conocimiento. Invertimos apenas 0.003 % del PIB en I+D, un nivel prácticamente nulo, y mantenemos una estructura productiva concentrada en servicios de bajo contenido tecnológico. En este contexto, las políticas de Ciencia, Tecnología e Innovación (CTI) no pueden seguir siendo periféricas: deben convertirse en el corazón de una nueva estrategia de desarrollo productivo.
En tiempos de cambio, apostar por el conocimiento no es un lujo académico: es un imperativo de supervivencia económica
La doble transición verde y digital ofrece una oportunidad histórica para repensar ese modelo. La transición verde exige tecnologías limpias, eficiencia energética y nuevos sectores sostenibles; la transición digital demanda competencias tecnológicas, automatización y conectividad. Ambas son, esencialmente, transiciones de conocimiento. Pero sin políticas activas de CTI y sin una visión que conecte universidades, empresas y Estado, corremos el riesgo de profundizar la brecha que nos separa de economías de alto ingreso.
El anuncio de la posible fusión del MESCYT y el MINERD ha reavivado el debate sobre la institucionalidad del conocimiento. Si esa integración se orienta a fortalecer la coherencia entre la educación y la ciencia, puede ser una oportunidad schumpeteriana: una verdadera destrucción creadora que reordene el sistema para generar capacidades tecnológicas y científicas (algo casi utópico en la actual configuración del MINERD). En todo caso, el dilema político de la fusión se resolvería con una reforma paradigmática del sistema que lo oriente sin ambigüedades hacia un enfoque de educación y ciencia; de lo contrario, la mejor alternativa es apostar al fortalecimiento institucional del MESCYT de modo que no sea únicamente un ministerio de educación superior, sino una entidad con peso más sustancial y orgánico en la CTI.
No se trata de tener un ministerio más grande, ya que para eso tenemos el MINERD, sino de tener una visión más clara. Schumpeter decía que el capitalismo avanza mediante la destrucción creadora; Mokyr nos recordó que la verdadera fuente de riqueza son las ideas; Aghion y Howitt nos enseñaron que el crecimiento sostenible nace de la innovación endógena. El mensaje conjunto es inequívoco: sin políticas de conocimiento, no hay desarrollo posible.
La República Dominicana se encuentra ante una disyuntiva histórica. O consolida una estrategia de ciencia e innovación capaz de acompañar las transiciones verde y digital, o seguirá sin salir de la trampa de la renta media. En tiempos de cambio, apostar por el conocimiento no es un lujo académico: es un imperativo de supervivencia económica.
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