Escribir es un acto de duda, de devenir y como se sabe, el devenir es lo que no ha pasado todavía y la duda… que si lo que se está escribiendo… Escribir quiere anteponérsele a esa duda y a ese devenir.
Toda escritura deviene en un artefacto llamado libro que por más que se piense que es lo contrario, es el Dorado del acto de escribir. Escribir para mí nunca ha dejado de ser una duda respecto a lo plasmado en esas líneas del papel, a pura incertidumbre, primero y después en esa página en blanco con sus líneas invisibles en el ordenador.
Arthur Rimbaud y el Conde de Lautremont, publicaron libros muy jóvenes, apenas el primero salido de la adolescencia y el segundo veinte tantos años más. El primero tenido como un vidente y el segundo como quien hizo un descenso a los infiernos y no salió ileso. En prosa narrativa Raymond Radiguet con la novela El Diablo en el cuerpo, escrita a los diecinueve y publicada en el año de su muerte (1923). Todo un adolescente al igual que Rimbaud en lo que refiere a la poesía y Radiguet a la prosa, aunque también escribió poesía. Las publicaciones muy jóvenes generalmente siempre están acompañadas del arrepentimiento.
Por razones que no puedo explicar siempre me imagino que todo el que escribe comienza por la poesía, que después abandone o no, es lo que sustentará el “futuro” de ese alguien que deja correr el artefacto con que discurre encima de la página, dejándose llevar donde se deja por sentado lo que no podría hablarse y si lo hace, no lo hace tan brillantemente como si lo escribiera. Escribir tiene sus ángeles de luz y tinieblas en la mirada, en lo que se habla, en lo que se escribe.
En la República Dominicana no abundan los libros que hayan sobresalido para que, ya adulto quien escribe se sienta orgulloso y los que los lean también. De ahí que siempre se destaque cuando ese autor, no necesariamente me refiero al patio (el país) publicado el escrito se le añade: “escrito de juventud” para decir y decirse a sí mismo (el autor): ―De aquí, de este caos provengo, fue el que me trazó las pautas para ser lo que soy hoy día.
En el país, desde el comienzo del siglo veinte, abundan los libros de poesía, tanto en la capital como en provincia, principalmente en Santiago. El comenzar con libros de poesía busca la admiración de la zona femenina, que para esos tiempos era muy afín, eróticamente, a esos desvaríos escriturales. Imposible pensar que alguien podría ocurrírsele recoger esas manifestaciones del “alma” que, como tal, siempre sobrevive uno que otro ejemplar, pues libro publicado, alguien del más allá lo cuida para el presente en páginas amarillentas que se deshacen al contacto con los dedos. Lo mismo ocurre con uno que otro libro en prosa, generalmente con pensamientos de barricadas. En el trópico se piensa siempre candentemente. Lo sosegado en la escritura viene con la meditación y el asesinar lo ingenuo donde quiera que se oculte en el cuerpo.
De ahí que el poeta o prosista que no publica esos libros en el lapso de tiempo antes de entrar en el cambio real de sus percepciones, es decir, la madurez, si no los quema en vida, los deja inéditos para que, si no se los lleva el viento, algún familiar o el incendio que entra a la casa, lo haga el que los publica para rastrear de donde salió el genio, si de la botella al frotarla o del trabajo y los días, es decir, a puro dolor del oficio.
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