La Vorágine es una obra escrita en 1924 por el colombiano José Eustasio Rivera como una historia novelada, o sea, mezcla de ficción y de hechos reales, que se ha convertido en una de las obras más importantes de la literatura colombiana y latinoamericana. En su fondo consiste en una denuncia sobre el abandono estatal y la explotación de los poderosos a países en desarrollo.
Rivera inició su carrera literaria como historiador y poeta y aprovechó su participación como miembro de la comisión encargada de definir los límites fronterizos de Colombia con sus países vecinos lo cual le permitió conocer, en el terreno de los hechos la realidad los detalles específicos de los terrenos colombianos ubicados en la selva amazónica que se convertirían en la zona cauchera caracterizada por el maltrato despiadado a los miembros de las tribus indígenas de esa zona en una época en que surgió la llamada “Fiebre del Caucho” generada por la utilización de esa materia prima de origen natural para producir neumáticos demandados por la expansión de la industria automovilística que usaba el caucho para producir neumáticos y también, por otra parte demandaba el caucho la industria eléctrica que lo usaba para producir componentes aislantes de la electricidad.
Los indígenas caucheros eran utilizados en interminables horarios de faena haciendo cortes en los árboles de caucho con la obligación de que cada día captaran, obligatoriamente, una cantidad de resina cauchera en un volumen tan alto que era muy difícil de lograr, aunque se hiciera un esfuerzo casi sobrehumano en la etapa de faenas dedicadas a las labores cotidianas. Bajo esas exigencias abusivas, los indígenas que no cumplieran con los volúmenes de resina que les eran exigidos como cuotas diarias eran castigados inmisericordemente con fuertes latigazos. La incorporación como trabajador cauchero no era por decisión propia de cada persona, sino que existían reclutadores de personal que, en cada tribu, capturaban a los indios desde muy temprana edad y los entregaban a las empresas caucheras, que los retenían apresados hasta llegar al periodo en que tenían suficiente fortaleza para que pudieran trabajar como caucheros.
En el caso de las indígenas, eran convertidas en esclavas sexuales de los dueños de las explotaciones caucheras. Asimismo, la crueldad de las empresas caucheras se agravó aún más, manteniendo a los trabajadores caucheros con otra forma adicional de cautiverio, creándoles mañosamente deudas impagables que tenían que ser honradas hasta por sus sucesores. Este método era tan simple como cruel, pues las empresas caucheras ofrecían en venta simples artículos que podían ser del interés de sus trabajadores, como por ejemplo martillos, cuchillos, hachas o utensilios similares. El truco consistía en que los trabajadores no sabían el precio de los artículos y, en realidad, la deuda que contraían debía ser pagada como un trueque a cambio del trabajo en libras de resina logradas.
Los indígenas caucheros eran utilizados en interminables horarios de faena haciendo cortes en los árboles de caucho con la obligación de que cada día captaran, obligatoriamente, una cantidad de resina cauchera en un volumen tan alto que era muy difícil de lograr
Además, el trabajador, como parte de las labores que le exigían a diario, también era responsable de extraer la resina y, en tiempos de embarque, también debía transportar sobre sus espaldas los volúmenes de resina a ser exportados, actuando como bestias de carga. El origen de este bestial modo de producción se atribuye a una reseña que, por ser tan inocente, resulta ser completamente inverosímil. Se indica que un peruano de apellido Arana acostumbraba vender sombreros y otros simples artículos de vestimenta en la cuenca del Amazonas perteneciente a Colombia y que, después de familiarizarse con el ambiente de los suelos y del excelente régimen de lluvias que eran propicios para que el árbol del caucho se expandiera masivamente en forma natural… Así pues, decidió hacer contacto con funcionarios de esa área para lograr permisos para iniciar la explotación de la resina del caucho haciendo uso, como mano de obra, de los indígenas de esa región. Iniciada esa empresa, ante ese hecho, si los funcionarios no se percataron de las infernales prácticas usadas por Arana contra los indígenas trabajadores extrayendo resina de caucho y si llegaron a percatarse, por lo menos las autorizaron de facto al no actuar en contra de ese tipo de explotación.
Cuando ya se habían logrado grandes volúmenes de resina de caucho, Arana viajó a Inglaterra para ofrecer la resina a las industrias de allí. Cuando las industrias inglesas mostraron interés en ese producto, Arana, muy astuto, hizo una emisión de bonos cuyos adquirientes se convertían, de hecho, en socios de Arana y, a su vez, la compañía de Arana se transformaba en una multinacional. Rivera intentó darle sentido internacional a su obra. Para ello viajó a Nueva York para traducirla y publicarla en inglés.
En ese tiempo, Rivera murió en Nueva York y hay versiones no confirmadas de que fue envenenado por mandato de los caucheros que estaban muy molestos con las denuncias de “La vorágine”, que ya cumplió 100 años de ser publicada y que cada día muestra más interés por parte de lectores de todo el mundo.
Compartir esta nota