Mary Shelley nos entregó en 1818 un texto visceral de terror existencial, un espejo oscuro que reflejaba la arrogancia de la Ilustración y la irresponsabilidad del creador. La criatura de Shelley era el Otro radical, el problema insoluble de la soledad y la alienación.
En contraste, la puesta en escena de Del Toro se dedicó a purificar la repugnancia. La Criatura (encarnada con una nobleza casi escultórica por Jacob Elordi) no fue el assemblage repulsivo de pedazos, sino un ser bellamente cosido, con la estética de una figura barroca dañada. Su textura visual, obsesivamente diseñada, gritaba melancolía, no pánico, confirmando que la intención era evocar lágrimas, no terror. Este es el colmo de lo cursi en el arte gótico: estetizar la miseria de la alteridad para hacerla consumible y digerible para el paladar contemporáneo.
Si la versión de James Whale (1931) capturó la inocencia violenta del monstrum a través del expresionismo puro, manteniendo una distancia trágica, Del Toro insistió en la cercanía sentimental. El filme no exploró la peligrosa ambición científica, sino una simple y binaria injusticia social, donde el pathos de la víctima eliminó toda la fuerza crítica y la ambigüedad moral del original. El resultado es un Frankenstein para la era de la autoayuda, donde el problema es de comunicación y afecto, no de ontología.
Víctor y la criatura: De arquetipos a románticos angustiados
El desarrollo de personajes confirmó esta deriva. Víctor Frankenstein (interpretado por Oscar Isaac) fue despojado de su soberbia fáustica para ser reducido a un galán torturado por la neurosis y una incapacidad afectiva congénita. La tragedia de Víctor, que en el libro radicaba en su hybris intelectual y su rechazo a su responsabilidad, aquí se sintió como un mero caso de daddy issues góticos.
La Criatura, a su vez, se consolidó como un mártir prístino. El guion eliminó los atisbos de maldad reactiva o de terror metafísico para establecerlo como un ser de bondad intrínseca, un alma pura incomprendida. Su violencia fue siempre excusable, una reacción mecánica a la crueldad humana, lo que simplificó su dimensión de peligroso otro a la de un simple marginado. Esta visión, aunque bienintencionada, le restó al mito su filo más agudo: la constatación de que a veces, lo creado, aun sin maldad inicial, es un peligro para el orden humano.
La trampa del Eros: Elizabeth y la "premisa progre"
El punto más polémico, y que me gusta subrayar, fue la gestión del afecto femenino. El personaje femenino, Elizabeth Lavenza (o la figura que la representa en esta versión), desplegó una ambigüedad afectiva que trascendió la mera compasión para inocular una semilla de Eros hacia el Monstruo.
Este giro, que busca subvertir el rechazo tradicional de lo monstruoso, se sintió menos como una revelación orgánica y más como una necesidad programática de inclusión, una "premisa progre" insertada de forma forzada. El filme cometió el error capital de confundir dos esferas críticas:
- Justicia social: Aceptar al marginado.
- Tragedia ontológica: Reconocer que la Criatura es una entidad radicalmente no humana cuya demanda es la justicia y la pertenencia, no la redención a través del amor romántico de pareja.
Al imponer un arco afectivo que sugiere la posibilidad de un romance, Del Toro reemplazó la demanda de hermandad existencial por una relación sentimental. En el intento de ser progresista y celebrar la otredad, el director cayó en la sensiblería posmoderna. La aceptación del marginado no fue un acto de nobleza filosófica, sino el preámbulo de una historia de amor.
Te quiero, Guillermo. Frankenstein (2025) fue el previsible festín visual de un artesano magistral, pero su alma gótica se disolvió en miel en contraste de arce. Nos dejó una obra que se ve bellísima en 4K, pero que fracasó en su deber de incomodar, reduciendo la monumental pregunta de Shelley sobre la creación a un simple y elegante melodrama de malentendidos. Lamentablemente, el cine de Del Toro, con su obsesión por la belleza del pathos, desarmó la tragedia en favor de una cursi, aunque bien iluminada, fábula moral. ¿Qué piensa usted, colega, sobre esta necesidad de "dulcificar" los grandes mitos en la pantalla contemporánea?
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