En medio del impacto social y psicológico que ha generado el derrumbe del techo del Jet Set, el pasado 8 de abril, no se ha podido hablar de otra cosa en República Dominicana. La tragedia del icónico centro nocturno le ha costado la vida a más de 200 personas y ha dejado una huella indeleble en quienes han perdido, de manera tan imprevisible y tajante, un amigo, familiar o allegado. Tras esa estela de sangre y dolor, prevalece un regusto amargo y sombrío en todo el país. A raíz de esto, se ha popularizado la idea de levantar un monumento en la zona del desastre, y así honrar la memoria de las víctimas. Pienso que es un planteamiento que se debe manejar con suma cautela, no solo porque es una herida demasiado reciente y supurante, sino porque hay que sopesar las implicaciones culturales que tendría dicho monumento, en especial en una época en la que el denominado «Turismo oscuro» ha tenido una mayor raigambre.
El turismo oscuro o «Dark Tourism», como lo acuñaron los académicos John Lennon y Malcolm Foley en su libro Dark Tourism: the attraction to death and disaster (2000), es una práctica que tiene lugar en torno a escenarios de muerte, sobre todo en circunstancias violentas y catastróficas. En un artículo de BBC News, Peter Stone, jefe del Instituto para la Investigación del Turismo Oscuro, precisa: "Turismo oscuro es el nombre académico que le ponemos a los sitios que conmemoran y recuerdan desastres y atrocidades. El denominador común es el hecho de que las personas murieron allí en situaciones no naturales". Pese a que ha tenido un gran auge en los últimos años, sobre todo en lugares como Chernóbil o Auschwitz, no es un fenómeno nuevo. Lennon y Foley explican que en diferentes puntos de la historia y la geografía se ha evidenciado indicios de esta práctica. El Coliseo Romano, Catacumbas de París, el genocidio en Ruanda. Incluso la plaza Dealey, en Dallas, donde fue asesinado John F. Kennedy. Todos tienen un aura oscura que atrae a visitantes de todo el mundo. Lennon, en un intento de explicar las motivaciones de este tipo de turismo, señaló que «es algo turbio, una mezcla de reverencia, voyeurismo y el deseo de acercarse a la muerte».
Hoy, el también llamado tanatoturismo, en alusión a Tanatos (la personificación griega de la muerte), nunca ha estado exento de controversia. Y no es para menos. Algunos entienden que banaliza la memoria de las víctimas y la reduce a un objeto de consumo. Cuando se buscan lugares que visitar en Nueva York, distintas plataformas de viaje recomiendan no perderse del National September 11 Memorial & Museum, el emblemático museo que recuerda la catástrofe de las torres gemelas en aquel sombrío 11 de septiembre. La recomendación está junto a la Estatua de la libertad o Times Square, como parte de una lista, un punto más que agregar a un itinerario de viaje. Se habla de homenaje, de conmemoración; incluso se dice que propicia una reflexión seria en torno a la fragilidad de la vida. Se habla de una lección del pasado y lo que no debiéramos repetir. Sin embargo, en estos lugares en muchas ocasiones es tangible el afán de autoexposición, las sobrerreacciones, las caras pixeladas de quienes pueden legitimar que ya han vivido la experiencia. En ese sentido, importan las fotografías y el post, el story que dé por válida su visita. En realidad, no parece haber asidero para una introspección sobre lo que puede significar morir y lo que queda en quienes sobreviven. Quizá Lennon y Foley no anticiparon el impacto que tendrían las redes sociales en el turismo oscuro, y cómo potenciarían sus rasgos cuestionables.
¿Puede existir un insumo que sirva de paliativo al desgarramiento que deja la embestida de la catástrofe?
En materia de turismo, República Dominicana suele ser catalogado como un país de playa y sol; de pronto se encuentra con un escenario que puede dar entrada al turismo oscuro. En este momento, en el caso trágico del Jet Set se buscan los responsables, se denuncian irregularidades, se clama por justicia. No hay consuelo para quienes lloran a sus seres queridos, ni palabra que pueda mitigar el luto que subyuga a la nación. Quizá la intención de levantar un monumento para honrar a las víctimas es noble y sana, pero su consumación quizá no sea orgánica; debemos considerar el panorama completo y observar con detención el devenir de lugares con fines parecidos. ¿Cómo se sentirían los deudos de las víctimas si el susodicho monumento se hace destino de viajes familiares? ¿Qué sensación resultaría de encontrarse con fotografías de caras alegres en el seno de la tragedia? ¿Cómo tomarían lo que documenta de forma dinámica algún influencer sobre su estadía en donde se ahogaron tantos gritos y tantas lágrimas? ¿Puede existir un insumo que sirva de paliativo al desgarramiento que deja la embestida de la catástrofe? Resulta difícil dar con un gesto de respeto que pueda honrar la memoria de las víctimas, entendiendo el proceso de duelo de quienes les sobreviven como una experiencia personal y única. A fin de cuentas, la muerte no entiende de poses ni honras. Velemos por quienes yacen desconsolados frente a las tumbas y procuremos que no falte nuestro calor.
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