1
A menos que un hecho importantísimo nos altere la costumbre, la forma de vida, de proceder, podría ser idéntica a la de quienes viven a nuestro alrededor, animal o gente. Lo pienso porque a la hora en que suelo salir de la casa, al abrir la puerta, no bien pasa un instante, viene un pequeño grillo a tomar el resplandor del sol de la mañana recién iniciada. Lo mismo pasa con una salamandra que vive dentro de la casa. Hace el mismo trayecto, a una misma hora y chilla para que sepa que existe. En el fondo el vivir es más que una costumbre, es buscar el sol.
2
Por dos hijos que ayudé a concebir miro el mundo cuando estoy a su lado. Anoche miré a mi hija leyendo un cómic, que antaño yo había leído, hace casi cuarenta años. El cómic es de 1960 y tanto. La he visto leerlo más de una vez. La miro cada día más cerca de ser la mujer que no pensé ver, pero está ahí, cada día más mujer. Hermosa, no por ser mi hija, sino por cada día que transcurre en ser lo que es. Su mirada me abraza. Me dejo llevar sin resistencia como otras veces, y le pregunto: “¿Te vas acostar?”. Responde que sí. Lleva sus manos a mi cara y un ligero beso flota en mi mejilla. Mañana en la mañana volverá con su madre. Un día de estos ya no estará conmigo, y no habrá ni felicidad ni infelicidad, si: ella tuvo un padre y yo una hija.
3
Mi primer hijo nació después de la medianoche (vivíamos en una casa menuda, de madera, con una mata de cereza al frente; por las noches se oían las cerezas caer como estrellas fugaces. Al volver del hospital, él recién nacido, me senté en la puerta y me dije: Soy padre, aspirando la noche como si fuera la última que sentiría siendo padre. No podría describir mi felicidad. Era padre y era lo único que importaba. Tenía un hijo. Una mujer que no sabía si amaba porque era la madre de mi hijo o por sí misma, comoquiera me prolongaba como lo había hecho mi padre conmigo, con la diferencia de que yo no era su primer hijo, pero no importaba. Creo que mi padre, al igual que con sus otros hijos, fue feliz de que yo fuera su hijo, no por el hecho de que me ayudara a concebir, sino porque siempre busqué que fuera feliz con haberme tenido. Una ventaja que me lleva mi hijo y es que me abraza más que lo que yo lo hacía con el mío. Me abraza, espere yo o no su abrazo. Me devuelve los abrazos que yo le daba cuando pequeño. Me alegro haber prestado tanto cariño y sentir que me lo devuelve, no por el hecho de yo ser su padre, sino como un gesto que viene de su alma.
Solo la mención de la palabra dolor nos sobrecoge y volamos hacia el dolor último o al que aún permanece y no se ha ido del todo. La memoria del dolor nunca se va. Se transforma, se oculta ante una vaga sonrisa, que más que un gesto de alegría, es una mueca; de ahí que hay sonrisas que se asemejan más a una mueca, que a lo que supuestamente significan en ese instante de alegría. Solo el dolor es verdadero y ondea la condición humana, de que solo a partir del dolor nos hacemos más comprensivos, aunque sea una comprensión para el vivir a destajo.
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