Aunque la gran mayoría de los pensadores democráticos liberales, como es el caso de Jürgen Habermas, se niega a aceptar la oposición entre democracia y liberalismo postulada por Carl Schmitt, lo cierto es que, tal como evidencian los retrocesos del Estado de derecho en México tras la contrarreforma judicial y en Estados Unidos a partir del inicio del segundo gobierno de Donald Trump, el código operativo de la democracia, si no es sujeto a los correctivos constitucionales del liberalismo destinados a limitar y controlar el poder de las mayorías a través de las garantías de los derechos fundamentales y la división de los poderes, conduce, necesariamente, a la tiranía democrática.

La defensa de la democracia constitucional, es decir la democracia conciliada con el Estado de derecho, la separación de poderes, el control del poder y los derechos fundamentales, no puede ser dejado solo a discreción de las mayorías políticas contingentes. Hay que necesariamente afincar regímenes políticos basados en la razón liberal que, por definición, es mucho más inclusiva que la razón democrática.

No olvidemos que las democracias asoman a la historia como regímenes profundamente excluyentes. Ello es así no por pura casualidad: es que históricamente las democracias se fundan en la homogeneidad y por eso excluyen del cuerpo político a los extraños y a los desiguales (los extranjeros, los esclavos, las mujeres, los pobres, los étnicamente diferentes). En contraste, el liberalismo, una vez despojado de su carácter históricamente excluyente (Domenico Losurdo), es profundamente inclusivo: los derechos se garantizan a todos sin distinción. Por eso, la razón liberal puede acoger tanto la razón democrática de los derechos de la participación política como la razón socialista de los derechos a acceder a bienes sociales básicos. Reformulando a Norberto Bobbio, podríamos hablar entonces de un liberalismo democrático y social que es lo que está presente en la cláusula constitucional del Estado Social y Democrático de Derecho.

En otras palabras, de lo que se trata es de consolidar una democracia reconciliada con el hecho de que no puede haber un poder absoluto, aunque venga del pueblo, no sometido ni a límites ni a reglas constitucionales. La soberanía popular habrá que entenderla entonces no como que el pueblo pueda hacer lo que le venga en ganas sino como significando que el poder pertenece al pueblo y por tanto nadie, ni siquiera sus representantes, puede apropiarse de ella. Por su parte, tomando en serio el reto de Ernesto Laclau de retornar a la categoría política de pueblo -aunque llegando a conclusiones opuestas a las de él- al pueblo habrá que entenderlo no como un macro-sujeto dotado de una omnímoda voluntad general unitaria sino como “una pluralidad heterogénea de sujetos dotados de intereses, opiniones y voluntades distintas y en conflicto entre sí” (Luigi Ferrajoli).

La razón liberal es la única que nos puede conducir a gobiernos de leyes, limitados y garantes de los derechos de todos. La “razón populista” como expresión máxima de la razón democrática es utópica y totalitaria por las mismas razones dadas por su precursor Rousseau: “No es posible imaginar al pueblo continuamente reunido para ocuparse de los asuntos públicos […] Si hubiese un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Pero un gobierno tan perfecto no es propio de hombres”. A confesión de parte, relevo de pruebas.

Eduardo Jorge Prats

Abogado constitucionalista

Licenciado en Derecho, Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM, 1987), Master en Relaciones Internacionales, New School for Social Research (1991). Profesor de Derecho Constitucional PUCMM. Director de la Maestría en Derecho Constitucional PUCMM / Castilla La Mancha. Director General de la firma Jorge Prats Abogados & Consultores. Presidente del Instituto Dominicano de Derecho Constitucional.

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