"Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su origen o su religión. La gente aprende a odiar. También se les puede enseñar a amar". – Nelson Mandela –
En 1932 y en medio de un contexto posbélico del suceso histórico geopolítico llamado Primera Guerra Mundial, y a partir de un análisis de las características de la violencia como mecanismo antroposocial de adaptación humana, Albert Einstein y Sigmund Freud utilizaron una especie de filosofía epistolar para redefinir la conducta del homosapiens en lo que refiere al uso de la fuerza como herramienta del poder.
El marco de la primera misiva, el primero preocupado por el afán humano de aniquilar para cooptar, lanza la cuestión que, para este humilde mortal, podría encarnar la interrogante que, de ser respondida apropiadamente, pudiera resolver un enigma que escapa, con el paso del tiempo, de todo abordaje filosófico: “¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis del odio y la destructividad?”
Quizá no tengo la estatura intelectual para interpretar en su máxima expresión la daga que lanza sobre uno de los hombres más controversiales de su época, reconocido por el estudio de los vericuetos humanos donde indaga el accionar del hombre desde sus adentros y sus repercusiones exógenas, Albert Einstein. Pero la osadía nunca está de vacaciones, razón suficiente para que derrame algunas interpretaciones aprendidas con el estudio somero del comportamiento de mis pares.
De hecho, dos fenómenos de la geopolítica actual podrían significar una respuesta contundente a la interrogante del físico, toda vez que, sin importar que se haya creado ese órgano supranacional de contención de la beligerancia, aún hay, dentro del liderazgo mundial, gente que apuesta a la devastación como mecanismo de expansión. Dejando claro que mientras la ambición desmedida de control y la cosificación de “lo humano” supere el amor al otro desde la visión del yo, nada parece remediar la metáfora de Thomas Hobbes del “lobo y el hombre”.
El genocidio sufrido por el pueblo palestino desde hace dos años y la invasión rusa en Ucrania evidencian, sin que exista la necesidad de argumentar teorías vacuas, la fragilidad humana en lo atinente al amor, el respeto, la compasión y la tolerancia como elementos diferenciadores entre los animales. Sin embargo, aquí a millas náuticas de esos lares y salvando las distancias, se observan patrones de conductas proclives al disfrute del dolor del prójimo cuando la desventura se convierte en su dama de compañía.
Puede que, por las características geopolíticas, nuestros rasgos culturales, socioeconómicos y religiosos, así como la escasa identidad nacional y la carencia de una “ideología país” cimentada en una estructura deontológica que eleve nuestro amor por lo que somos, nuestros actos nunca deben derivar en la destrucción del vecino utilizando material bélico de exterminio. Esto no significa que no exista “masturbación mental” que escupa precoz como idea una aniquilación total de la parte oeste de la isla.
Quizá por ello, la superestructura criolla siembra y cosecha la semilla del odio como idea inequívoca de superioridad frente al pobre, el indigente, el homosexual y el haitiano. Un símil que guarda relación con el planteamiento de la duda planteada por el relativista, en cuanto a la psicosis del odio y la destructividad.
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