El debido proceso de ley en el ámbito del derecho penal siempre será una garantía para los imputados o para aquellas personas sujetas a una investigación. De lo que se trata es de un principio cardinal que se fundamenta en el deber que tiene el Estado de respetar los derechos legales de las personas, evitando con ello la vulneración a sus respectivas prerrogativas. De ahí que el correcto procedimiento de los procesos penales esté estrechamente vinculado a la intención de proteger los derechos fundamentales, siendo esto una característica de los estados democráticos y garantistas.
Como el debido proceso implica la implementación de un método supeditado a prerrequisitos normativos, en circunstancias extraordinarias podría convertirse en un obstáculo a la hora de enfrentar efectivamente la criminalidad y el desasosiego social. La delincuencia siempre tendrá un paso delante de las autoridades, ya que los infractores no responden a ningún tipo de procedimiento a la hora de incurrir en delitos, sino que lo efectúan en libertad y sin restricciones. Mientras tanto las autoridades policiales, así como judiciales, deben llevar a cabo su accionar observando cuidadosamente los pasos que impone el proceso, generando una especie de delimitación que coarta en la practica la libertad de acción en aras de combatir el crimen.
Con el propósito de evitar impedimentos innecesarios la mayoría de los códigos procesales que comparten nuestra misma nomenclatura penal contienen excepciones a las normas; circunstancias que permiten la sobreposición a aquellos prerrequisitos sin que devenga en consecuencias negativas a la legalidad de los casos. Un ejemplo de dichas excepciones es la que encontramos en el artículo 224 del Código Procesal Penal, relativo al arresto. Conforme lo establece el legislador, la policía podrá proceder con el arresto siempre que una orden judicial lo ordene, sin embargo, le ofrece la posibilidad de arrestar a una persona sin orden previa cuando el sujeto sea sorprendido en el momento de cometer el hecho, se halla sustraído de un establecimiento penal o centro de detención, o tiene en su poder objetos, armas, instrumentos o evidencias que hagan presumir razonablemente que es autor o cómplice de una infracción penal.
Este esquema de delimitantes responde a la necesidad de proteger los derechos inalienables de las personas, aun cuando sean imputables por vulnerar los derechos de otros, de ahí que debemos concluir que el esquema de valores de todo el orden constitucional es en principio inquebrantable y esencialmente injusto.
El modelo anteriormente explicado funciona en circunstancias muy particulares, sobre todo las que se generan cuando se disfruta de un ambiente social pacífico y un estado fundamentalmente democrático. Sin embargo, en materia penal el sagrado respeto a los derechos fundamentales y el fiel cumplimiento al debido proceso constituye un escoyo en estados de calamidad o emergencias, ya que en dichas circunstancias el poder punitivo ejercido por el Estado no puede emplearse con restricciones burocráticas si es que se quiere obtener resultados efectivos.
El ejemplo más práctico de lo aducido es lo que viene aconteciendo en el Salvador durante el gobierno de Najib Armando Bukele. Uno de los principales problemas sociales en el Salvador siempre fue el alto índice de criminalidad, que llegó a afamar el país como una nación insegura y peligrosa. Dentro de los actos delictivos destacaban los crímenes violentos, que en su mayoría eran perpetrados por pandillas como la Mara Salvatrucha, una organización criminal concebida por inmigrantes centroamericanos en Los Ángeles, California, y que se dedica básicamente al narcotráfico, violaciones, tráfico de armas, sicariato, robos y extorsiones. Como consecuencia de la presencia masiva de pandilleros en El Salvador, dicho país llegó alcanzar cifras alarmantes de asesinatos y muertes violentas, como el pico alcanzado en el año de 1995 con una tasa de 141 homicidios por cada 100,000 habitantes, o la cifra de 105 homicidios por la misma cantidad de personas en el año 2015.
La inseguridad ciudadana en El Salvador se convirtió en un problema de Estado, y más aún, en una situación de emergencia nacional. Las pandillas, integradas por una cantidad aproximada de 70,000 hombres estratificados en todo el país, se organizaron para cometer todo tipo de tropelías en franco desafío a las autoridades y en detrimento de miles de personas inocentes. En una situación como esa, el debido proceso penal constituía un constreñimiento para los activos del orden público, quienes se encontraban impedidos de emplear métodos más efectivos para procesar y someter a los pandilleros a la justicia.
Frente a esa realidad la respuesta política del Bukelismo fue la declaratoria forzosa del estado de excepción y por consiguiente la supresión de una gran parte de los derechos procesales de los imputados, lo que se tradujo en un quebrantamiento del “debido proceso penal” y en un campo de acción de más libertad para las autoridades. El resultado de todo aquello ha sido la pacificación del país, la liberación de una gran parte de las comunidades que habían sido totalmente controladas por las pandillas, y una significativa disminución de la criminalidad en la nación.
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