Las sociedades no se transforman de la noche a la mañana. La historia no marcha al ritmo de los titulares ni de las biografías monumentales. Existe una ley no escrita, más profunda que cualquier decreto o constitución, que guía el devenir de los pueblos: la evolución social. Y es esa dinámica, lenta pero constante, la que marca el rumbo real de la historia.
Los grandes cambios, aquellos que reorganizan las estructuras fundamentales de una sociedad, son escasos. Cuando ocurren de forma abrupta, los llamamos revoluciones. Pero las revoluciones no son la norma. Son sacudidas excepcionales que, paradójicamente, suelen devolver a la sociedad al mismo punto de origen. Porque la efervescencia revolucionaria, una vez agotada, tiende a reconstruir el mismo orden que decía venir a destruir.
En ese marco, el papel de las personalidades históricas debe ser leído con prudencia. No se trata de negar la existencia de figuras que han marcado rumbos, ni de ignorar el peso simbólico de ciertos liderazgos. Pero conviene no perder de vista que todo liderazgo está constreñido por sus circunstancias: la cultura política que lo rodea, el grado de desarrollo institucional, las condiciones económicas, la correlación de fuerzas sociales. Nadie gobierna en el vacío.
En la República Dominicana existe una obsesión persistente por identificar quién ha sido “el presidente que más aportó a la institucionalidad”. Es una pregunta seductora, pero imprecisa. Porque la institucionalidad no es el legado de un hombre: es el producto de procesos sociales acumulativos, en los que cada figura puede haber empujado en una dirección y frenado en otra. Un presidente puede haber fortalecido un poder del Estado y debilitado otro; puede haber modernizado la economía mientras aplastaba la disidencia; puede haber inaugurado un programa social al tiempo que degradaba la calidad del debate público.
Por eso, más que adorar o demonizar personalidades, conviene analizar contextos. Y más que buscar héroes, deberíamos examinar las condiciones que hicieron posible, o imposible, ciertos cambios. La historiografía crítica no se alimenta de anécdotas biográficas, sino de estructuras, procesos y relaciones de poder.
Si algo enseña la historia dominicana es que todos nuestros gobernantes —con sus luces y sombras— han sido parte de un proceso evolutivo más amplio. Algunos han impulsado reformas que se convirtieron en precedentes institucionales; otros han encarnado retrocesos autoritarios. Pero ninguno ha sido capaz, por sí solo, de torcer el rumbo de un país sin contar con un andamiaje que lo acompañe o lo frene.
En definitiva, la historia no se hace solo desde el poder, sino también desde los límites del poder. Y entender esto no solo nos vacuna contra el culto a la personalidad, sino que nos obliga a pensar más allá de las biografías: nos obliga a mirar la historia como lo que es, una trama colectiva donde las ideas, las luchas, los errores y las estructuras pesan tanto —o más— que los nombres propios.
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