Cuando invitas a un pobre a la mesa pedirá camarones. Si invitas a un expobre, a uno que ya ha roto brazos para llegar, que está cumpliendo sus sueños, sus metas, ¡oh, bendiciones!, entonces pedirá camarones de los grandes en salsa de ostra.

La sección de mariscos en el menú será como la fosa de Milwaukee para los invitados. ¿Pido o no pido? ¿Me mato el hambre? ¿Pesco esa colita del camarón o me emburujo con los pulpos aunque te dejen los dientes negros o me voy por la vía italiana, con calamares a la Romana?

Para los pobres y expobres no existe tal dilema. Si los invitas, pescarán mariscos, serán felices en esos seis a 19 segundos que dura la degustación o el masticamiento de esos seres, ay qué buenos estaban, cualquiera chupa las colas.

Pero si aparte de invitar a un expobre éste a su vez trae a un verdadero pobre, ahí será la caída de Tebas, el diluvio, las no sé cuántas plagas del apocalipsis. Le pasó a mi hermano Tony Capellán.

Una vez Tony invitó a un reconocido gestor cultural al Club de Oficiales de la Marina en Sans Souci para discutir X proyecto artístico. Tony, curtido en la campaña de alfabetización en Nicaragua; Tony, el único oyente fiel al “Gran Musical” de José Enrique, el único dominicano que durante cincuenta años ha puesto y oído “A desalambrar” y “Cuando tenga la tierra” como si fueran canciones del Trío Los Panchos; mi adorado Tony cometió un error garrafal: le preguntó al gestor que por qué no invitaban a su chofer, el pobre, el desgraciado, que ya estaba ahí como media hora esperando bajo tremendo calorazo al gestor mientras la conversación iba a todo vapor. “Muy bien”, dijo el gestor, y el chofer se apareció más rápido que Superman en la última película, cuando la Tierra salía de su ruta y estaba a punto de reventar.

Ya de camino, los ojos del chofer eran soles inmensos, soles ni imaginados por la mitología egipcia ni pintores finlandeses. Ni siquiera tuvo que ver el menú. ¡El chofer no pidió un chillo ni una sardina, que eso es comida de gatos! ¡Una langosta caribeña, por favor, en salsa de ostra!

La desconsolación de Tony fue peor que la de Sansón cuando perdió la cabellera.

¡Oh pobre Tony! ¡Oh, agraciado chofer! ¡Oh mariscos, tragadores de mis bolsillos, bestias de mis noches, peste peor que la peste bubónica! ¡oh, benditos camarones y malditas langostas!

Y como no puedo acabar estas líneas con una nota negativa, de conmiseración, lo haré de la manera más digna y plausible posibles, como si leyera esos libros de la segunda planta de Centro Cuesta del Libro, llenos de manuales de autoayuda: ¡Bendiciones! ¡Alabado seas cuando encuentres a alguien junto a tu mesa y no lance el grito de guerra de que “a mí me gustan” los camarones!

Miguel D. Mena

Urbanista

Editor, docente universitario y urbanista

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