Ayer, buscando una de esas cosas “imprescindibles” que siempre se me escapan, pero que a mi esposa se le materializan de inmediato —justo donde juraría haber buscado mil veces—, se me reveló la pérdida ante sus ojos. Ella me miró con esa mezcla de triunfo, paciencia y ternura burlona que solo los años saben pulir.
Tras el gesto de falsa humildad, abrí el viejo baúl de mi deshonra y apareció un álbum de fotografías amarillentas. Al soplar el polvo y hojear las páginas, un estornudo me sacudió el alma: era como empezar a leer un diario que había olvidado escribir. Cada imagen respiraba todavía. El corazón se me llenó de nombres, de voces, de instantes suspendidos en blanco y negro y en sepia, donde la vida parecía más sencilla, más pura, más nuestra.
Era un collage de pequeños milagros: abrazos que el nitrato de plata y la vieja Kodak Instamatic supieron congelar para siempre; risas que el tiempo no pudo borrar; amores que aprendieron a vivir en silencio dentro de la memoria, respirando despacio, esperando el azar de una mano que, al abrir un álbum, les devuelva un poco de aire.
Entre esa bruma que el polvo levanta comprendí que la existencia nos susurra su verdad más honda en lo pequeño: en esas cercanías que hacen más humanos los días, en lo que se guarda sin pretensión y se redescubre con gratitud. Tal vez volver a la humanidad consista precisamente en eso: en detenernos un instante ante las cosas mínimas y dejar que nos florezcan por dentro.
Porque el mundo corre desnudo, cubierto apenas con el taparrabos de la vulgaridad y el exhibicionismo, y en su prisa nos desdibuja. Pero bastan una mirada cómplice, una vieja fotografía o el temblor de una voz que aún recordamos para reconciliarnos con lo esencial.
Volver a la humanidad no es un viaje al pasado: es un gesto íntimo de atención, un acto de ternura hacia la vida que sigue esperando ser mirada, justo ahí… donde jurábamos haber buscado mil veces.
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