En el artículo anterior nos preguntábamos si en RD podía ocurrir algo similar a los acontecimientos del 8 de enero en Brasil o a los procesos de lawfare que han tenido lugar en muchos países latinoamericanos en los últimos años. Si bien República Dominicana ha tenido décadas ininterrumpidas de estabilidad política y por el momento no se vislumbran sobresaltos, el rápido avance de la ultraderecha local y global junto a las incertidumbres del contexto internacional generan interrogantes que vale la pena considerar, aunque se trate de un ejercicio muy especulativo.

 

Como acabamos de ver en Perú, el lawfare sigue siendo la estrategia favorita de la derecha latinoamericana para subvertir la democracia, porque no solo permite deshacerse de determinados gobiernos y gobernantes, sino porque lo hace apelando a una pantomima judicial que finje respetar la legalidad. Cuáles son entonces los elementos que configuran el escenario para un lawfare exitoso, algo en lo que la derecha latinoamericana ha desarrollado gran expertise en la última década y media. Según investigadoras de la CELAG, los dos actores clave en todo proceso de lawfare son el aparato judicial y los medios de comunicación.

 

En el primer caso, “las élites con el control del aparato del Estado colocan en espacios clave a “técnicos” (abogados, jueces, fiscales) vinculados al poder de turno, para atacar al adversario político y/o prevenir situaciones hostiles que puedan provenir de éste”. La experiencia muestra que la estrategia funciona mejor cuando se eligen las más altas instancias de la judicatura para tramitar el lawfare, como la Corte Suprema o el Tribunal Constitucional, por lo que es fundamental que se haya operado con antelación una reorganización del aparato judicial favorable a los intereses de la derecha.

 

Lo segundo requiere de medios de comunicación masivos y concentrados dispuestos a generar campañas sistemáticas de desinformación para acompañar el proceso judicial : “Los medios de comunicación crean un ambiente de supuesta legitimidad para [la] persecución, a través de una presunción de culpabilidad del enemigo elegido, que tiene como objetivo permitir una condena sin pruebas o incluso hacer que la opinión pública exija la condena”. El control de los medios por parte de grupos económicos poderosos ha sido indispensable para lograr la adhesión de amplios sectores de la población mediante la manipulación de la información. Su rol es pues fabricar consentimiento y conferir legitimidad a los procesos de lawfare. Para esto último también ha sido últil contar con el apoyo de los EEUU y cuando posible de la OEA, como se vio de forma escandalosa en el golpe contra Evo Morales en el 2019.

 

No hay que perder de vista que el objetivo que mueve el lawfare -así como el reciente levantamiento en Brasil- es sacar de circulación a actores políticos que representan una amenaza actual o potencial a los intereses económicos de las élites. No se trata de líderes o gobiernos “comunistas”, como vociferan los extremistas de derecha, sino de políticas dirigidas a enfrentar los excesos del neoliberalismo dentro de un marco de capitalismo más democrático y menos extremo, con énfasis en el combate a la pobreza y la redistribución del ingreso (no es casualidad que en los casos de  Cuba, Venezuela o Nicaragua no haya habido lawfare).

 

¿En qué medida están dadas las condiciones para un proceso de lawfare en RD? No hay duda de que los dos actores institucionales clave, medios de comunicación y judicatura, presentan condiciones favorables, en muchos sentidos similares a las de los países de la región donde se han desarrollado estos procesos, a pesar de la salida de Jean Alain de la Procuraduría (cuya independencia actual podría ser una anomalía transitoria de no reformarse la Constitución). Los medios de comunicación están concentrados en grandes consorcios empresariales que invariablemente promueven enfoques y políticas neoliberales, y las cúpulas judiciales han demostrado su lealtad a las causas conservadoras favorecidas por los líderes a quienes les deben el cargo.

 

Lo que no hay en RD son partidos o movimientos sociales de izquierda con fuerza suficiente para desafiar los intereses empresariales que definen las políticas económicas del país. El gran dinamismo económico de las últimas décadas es sin duda un factor importante de contención, como lo es la estabilidad política lograda por el sistema de partidos mediante el recurso a prácticas clientelares y patrimonialistas. Pero hay algunos indicios a tomar en cuenta, sobre todo en estos días de creciente descontento ciudadano con el sistema de seguridad social, la ley de fideicomisos y otros excesos de avaricia empresarial. Dos indicios en particular: la indetenible concentración del ingreso, que profundiza cada vez más las desigualdades económicas, y el aumento de la insatisfacción ciudadana con la democracia y su creciente disposición a prescindir de ella. Sobre esto último, los datos del Barómetro de las Américas 2021 indican que solo el 52% de la ciudadanía dice estar satisfecha con la democracia, cifra que ha ido bajando en los últimos años, en tanto el 34% opina que un golpe militar está justificado cuando hay mucha corrupción y el 28% está de acuerdo con que el ejecutivo gobierne sin Congreso.

 

Estos indicadores sobre democracia podrían estar evidenciando el desgaste de un modelo que al cabo de varias décadas no ha cumplido sus promesas de prosperidad, democracia e institucionalidad. Recordemos que cuando la revolución neoliberal se instaló en América Latina en los años 80 de la mano de los EEUU y el FMI, nos vendieron el cuento de que la primacía absoluta del mercado sobre el Estado era indispensable para el desarrollo de la democracia. La clave del éxito era reducir el tamaño y los roles estatales al tiempo de ampliar la participación de la sociedad civil, fortaleciendo de paso las instituciones políticas -sobre todo la justicia- para darle más seguridad a los inversionistas criollos y extranjeros que se encargarían de desarrollar el país. Al final resultó que al Estado le siguió tocando ir en auxilio del empresariado cada vez que éstos tenían pérdidas (los tabaqueros, las zonas francas, los grandes productores agropecuarios, los empresarios turísticos, etc.), o querían que el gobierno les construyera un centro médico de calidad (Plaza de la Salud, HOMS), o les desbaratara un sindicato, o les destituyera una funcionaria imprudente que se atrevía a hablar de monopolios, o les regalara un sistema de seguridad social obscenamente lucrativo, o pusiera en marcha programas de compensación social para paliar los efectos del modelo económico.

 

Con el paso del tiempo descubrimos que, en el fondo, la única sociedad civil que de verdad importa son las cúpulas empresariales y la Iglesia católica, que la justicia “independiente” podía estar presidida por Luis Henry Molina, Milton Ray Guevara y Jean Alain Rodríguez, que el sistema tributario más regresivo de la bolita del mundo no podía modificarse -ni reducirse las extraordinarias exoneraciones que benefician a los principales sectores empresariales- porque “el pueblo” no aguanta más impuestos, y que la clave de la prosperidad es tener el tercer salario mínimo más bajo de la región.

 

Es cierto que, con el Estado siempre presto a asistir, las políticas de libre mercado han generado un crecimiento económico muy alto y sostenido durante varias décadas, cuyo mérito suele atribuirse exclusivamente a la inversión privada, lo que contribuye a la legitimación del orden neoliberal vigente. Pero también es cierto que en la actualidad el 1% más rico recibe el 30.5 % del ingreso bruto nacional, mientras la mitad de la población con menores ingresos apenas recibe el 13%. O para decirlo de otra manera, que el ingreso de las 100 mil personas con mayores ingresos del país es igual al de los 8 millones de personas de menores ingresos.

 

Como todos los partidos que nos han gobernado desde los años 80 son neoliberales, como no hay partidos alternativos con suficiente fuerza electoral, y como el sistema político ha podido neutralizar las ocasionales movilizaciones ciudadanas -desde la poblada de abril del 84 hasta las protestas juveniles de febrero del 2020-, el compromiso real de las élites dominicanas con la democracia no ha sido puesto a prueba desde la época de Balaguer, por lo que no sabemos hasta dónde llega realmente. Pero a juzgar por lo visto en el resto de la región habría que preocuparse. Porque lo que hemos visto es que el compromiso de la derecha neoliberal con la democracia no suele sobrevivir la pérdida de sus privilegios económicos y políticos una vez que la izquierda -o hasta la centro izquierda- llega al poder con una agenda mínimamente redistributiva.

 

Los casos de EEUU y Brasil muestran que las élites económicas están más que dispuestas a establecer alianzas con los sectores más regresivos de las llamadas “guerras culturales” (sobre todo la ultraderecha religiosa y los conspiranoicos del nuevo orden global), a los que azuzan con noticias falsas y teorías conspirativas difundidas por las redes sociales para que actúen como sus tropas de choque. Lo de la semana pasada en Brasil dejó clara la intención de internacionalizar esta modalidad de subversión de la democracia, al tiempo de revelar el tinglado de organizaciones, personajes y vínculos transnacionales que la promueve. Aunque por el momento no se vislumbran situaciones similares en RD, no está de más entender las motivaciones y dinámicas detrás de estos hechos para tratar de prevenirlos. Porque a fin de cuentas, no sabemos hasta dónde va a llegar la paciencia de los dominicanos con las desigualdades y los abusos.