Durante la mayor parte del siglo pasado, la derecha latinoamericana resolvía sus problemas existenciales apelando a golpes de Estado militares, en ocasiones apoyados por tropas interventoras yanquis. De ser necesario, hasta recurrían a guerras civiles y genocidios, como en Centroamérica en los años 80. Hasta que llegó la ola de democratización que arropó la región en los 80 y 90, las normativas internacionales de derechos humanos cobraron mayor fuerza, y algunos países europeos adoptaron la jurisdicción universal, con lo que pudieron someter a la justicia de sus propios países a torturadores y asesinos latinoamericanos. Para más inri, en 1998 se estableció Corte Penal Internacional (CPI), lo que les complicó aún más la vida a los golpistas.
Había que buscar medios más “civilizados” para reprimir y controlar a los insubordinados en los nuevos paraísos neoliberales. En República Dominicana, por ejemplo, pasamos del asesinato de Estado de periodistas -Narcisazo fue el último- a la compra masiva de “bocinas” (lo que tristemente no está penado por la ley internacional, que si lo estuviera la CPI no daría abasto para procesarlos a todos). Y entonces llegó el desmadre de la primera década del siglo XXI, donde país tras país de la región eligió democráticamente, en las urnas, en elecciones limpias y libres, a gobiernos de izquierda o centro izquierda que procedieron a cumplir sus promesas de campaña implementando políticas dirigidas a enfrentar los peores excesos de las oligarquías neoliberales. Claramente había que hacer algo.
Y fue así como dieron con la solución perfecta, esbozada inicialmente por militares yanquis: el lawfare o guerra judicial, definida como “el uso indebido de instrumentos jurídicos para fines de persecución política, destrucción de imagen pública e inhabilitación de un adversario político. Combina acciones aparentemente legales con una amplia cobertura de prensa para presionar al acusado y su entorno (incluidos familiares cercanos), de forma tal que éste sea más vulnerable a las acusaciones sin prueba”.
El primer ensayo del lawfare, en Honduras 2009, tuvo un carácter híbrido: empezaron acusando a Zelaya de violar la Constitución, pero como todavía no tenían muy claro el guion, al final tuvieron que apelar a los militares para que secuestraran al Presidente a medianoche y lo montaran en un avión rumbo al exilio. No obstante el pequeño detalle del secuestro y el exilio -expresamente prohibido en la Constitución hondureña vigente- todas las demás piezas cayeron en su sitio: con Zelaya ya en el exilio, el Congreso “legalmente” lo destituyó y nombró al sucesor interino que se encargaría de organizar las elecciones con que, unos meses más tarde, se “legitimaría” el nuevo gobierno. Los Estados Unidos prontamente reconocieron la “legalidad” de todo esto, lo que felizmente abrió la puerta para que “…los empresarios, la Iglesia católica, el Congreso, el ejército y los jueces coincidieran que el golpe de Estado -el secuestro y deportación del presidente Mel Zelaya- había sido una sucesión presidencial legal”.
La derecha continuó la estrategia del lawfare en los años siguientes, ahora quitándole protagonismo público a los militares y elaborando mejor sus parodias jurídicas, como se vio en el 2012 con el golpe de estado parlamentario contra Fernando Lugo en Paraguay, el impeachment de Dilma Rousseff en el 2017, el juicio y encarcelación de Lula en el 2018, el golpe contra Evo Morales en el 2019, la condena judicial a Rafael Correa en el 2020. En el 2022 vimos el lawfare llevado a niveles alucinantes contra Pedro Castillo en Perú y Cristina Fernández en Argentina, a quienes las élites de sus respectivos países les guardan una inquina especial. Hay que recordar que en el año y medio que Castillo estuvo en el poder la Fiscalía le abrió 6 investigaciones sobre supuesta corrupción y el Congreso puso en marcha tres intentos de destitución en su contra; las persecuciones a Cristina Fernández, que empezaron hace casi una década, se consideran un caso paradigmático (y extremo) de lawfare.
¿Qué tienen en común estos mandatarios y qué hicieron para merecer la persecución de la derecha? Todos y cada uno de ellos puso en marcha políticas que afectaron los privilegios de poderosos sectores empresariales, sobre todo medidas dirigidas a reducir la pobreza y la desigualdad económica de sus países. En este sentido hay que destacar los avances históricos logrados por Brasil, Ecuador y Bolivia en la reducción de la pobreza, así como en el reconocimiento de derechos a sus pueblos originarios, la nacionalización de recursos naturales estratégicos, la protección del medio ambiente, etc. Igualmente revelador es lo que tienen en común los gobiernos que los sustituyeron: todos y cada uno de ellos restableció políticas económicas favorables a las oligarquías neoliberales, bajo el argumento de que la magia del mercado resolvería los problemas económicos pendientes y abriría las puertas a una nueva era de prosperidad. Los resultados del neoliberalismo mágico de Macri en Argentina, de Porfirio Lobo en Honduras, de Jeanine Áñez en Bolivia, de Temer y Bolsonaro en Brasil, de Moreno y Lasso en Ecuador, etc., hablan por sí solos.
Con cada proceso de lawfare se fue perfilando mejor la estrategia del golpe judicial -por ejemplo, sustituyendo los argumentos constitucionales por acusaciones de corrupción y lavado, que suscitan mayor apoyo popular y son mucho más fáciles de manipular en los tribunales-. El lawfare de la corrupción tiene además la ventaja de que se puede camuflar con la persecución de casos genuinos de enriquecimiento ilícito, como los vinculados a Odebretch en muchos países de la región o los de la corrupción del PLD en República Dominicana. Obsérvese que ninguno de los muchos gobernantes latinoamericanos cuyas cuentas off shore se hicieron públicas en los Papeles de Panamá y de Pandora ha sido sometido a la justicia por evasión de impuestos, lo que es de esperar por tratarse mayormente de multimillonarios que presiden gobiernos de derecha. Porque, como dijo Lula en estos días, la izquierda no da golpes de estado.
Y así llegamos al levantamiento del 8/1 contra el recién inaugurado gobierno de Lula, a quien no podían volver a destituir judicialmente visto el fracaso del intento anterior -la Suprema anuló su condena tras año y medio en la cárcel- y el descrédito absoluto en que quedó el proceso presidido por el juez Sergio Moro luego de que un periodista estadounidense diera a conocer un comprometedor intercambio de mensajes entre él y los fiscales del caso Lula, a lo que siguió su nombramiento-recompensa como Ministro de Justicia de Bolsonaro. La derecha tampoco pudo contar con los militares, que durante varios meses se resistieron a dar el golpe reclamado por los bolsonaristas acampados frente a sus bases tras el triunfo de Lula en octubre pasado. ¿Qué hacer, entonces? Por suerte para la derecha brasileña, en Brasil se dio una conjunción de factores que hizo posible la repetición de los eventos del 6 de enero del 2021 en los EEUU, lo que algunos analistas temen pueda marcar el inicio de una tercera modalidad de asalto a la democracia en la región, promovida y facilitada por el desarrollo de la ultraderecha global.
¿Cuáles factores configuran el escenario ideal para el lawfare? ¿Existen condiciones para la repetición en otros países de la región de los eventos del 6/1/21 en EEUU y del 8/1/23 en Brasil? Visto el avance sostenido de la derecha en RD, ¿podría algo así ocurrir en nuestro país? En la próxima entrega concluiremos esta reflexión.