Podría resultar un tanto hiperbólico y soñador, percibir la transparencia en la gestión de los recursos y bienes públicos con la misma ensoñación con que el poeta Balaguer pretendía asimilar la demora del flujo sanguíneo de “Lucía”, en tanto afirmaba haber visto dilatarse, al través de su carne transparente, como al través de un vaso de cristal, la corriente de su sangre de púrpura ducal. Sería una pretenciosa ilusión que raya en el lirismo de la subjetividad traer al mundo real lo que sueña un trovador, pero esa debe ser la meta, aunque parezca quimérica, porque los fondos públicos pertenecen al pueblo que es el que los genera con el sudor de su frente, y es necesario que su administración se visualice con la misma transparencia con que el poeta concebía el torrente sanguíneo de aquella que inspiraba su musa.
A efecto de que así suceda, la Carta Suprema de 2010 constitucionaliza la Cámara de Cuentas como la institución necesaria para el control del gasto público, es decir, para promover la gestión ética, eficiente, eficaz y económica de los administradores de los recursos públicos y facilitar una transparente rendición de cuentas de quienes ejercen una función pública o reciben recursos públicos. Se trata del órgano superior de control fiscal de los recursos públicos, de los procesos públicos y del patrimonio del Estado, cuyas fronteras están únicamente limitadas por las atribuciones que le confieren la Constitución y las leyes, y nunca por otra jerarquía que pudiera socavar su independencia al momento de desempeñar con justeza sus competencias.
Las menciones constitucionales atinentes a la Cámara de Cuentas nacen con el texto de la Carta Sustantiva de febrero de 1854, llamada Constitución de Moca, que la crea expresamente en su artículo 127; sin embargo, procede consignar que ya antes, en la Constitución de 1844, se había creado un cuerpo con similares funciones que, aunque no se le designó con ese nombre, bajo cualquier denominación, las atribuciones constitucionales y legales conferidas la convierten en una institución absoluta y totalmente vinculada al éxito de las políticas públicas en términos de logro y realización del Estado Social y Democrático de Derecho.
El uso del término transparencia, en relación con la Cámara de Cuentas, a partir de la atribución constitucional se desarrolla normativamente en la Ley 10.04, en el artículo 7 numerales 2 y 4; en el artículo 10 numeral 22, artículos 28, 29 numeral 4 y artículo 32, cuyos contenidos tratan sobre el control social, el examen de la gestión institucional, las facultades y clases de control externo, entre otros. Así las cosas, la transparencia resulta ser un principio y un pilar fundamental en la gestión pública, cuyos servicios están concebidos y determinados para la satisfacción de las necesidades del interés colectivo: el objetivo final de las instituciones públicas es el ciudadano, que tiene derecho a la buena administración y que puede exigir a las autoridades satisfacer los deberes que la Ley núm. 107-13 les exige.
La gestión pública moderna apunta a un desempeño focalizado en la evaluación de cumplimiento de acciones estratégicas definidas en un plan, compuesta con elementos relativos a la eficiencia, la eficacia y la rendición de cuentas, con el debido equilibrio de los derechos y facultades de estas, con el objetivo de colocar el control y la participación ciudadana en un espacio trascendente en cuanto a la preservación de la equidad, como debe suceder en toda sociedad democrática. En un sistema donde prevalece la democracia, ningún político, ni funcionario público, puede atribuirse derecho de propiedad sobre las instituciones públicas, porque estas son del dominio popular, pertenecen a los ciudadanos que se esfuerzan y personifican los valores cívicos y cualidades democráticas.
Aunque la Constitución de la República señala en su artículo 246, que “el control y fiscalización sobre el patrimonio, los ingresos, gastos y uso de los fondos públicos se llevará a cabo por el Congreso Nacional, la Cámara de Cuentas, la Contraloría General de la República, en el marco de sus respectivas competencias, y por la sociedad a través de los mecanismos establecidos en las leyes”; es evidente que el órgano constitucional, por excelencia, de control externo, llamado a fiscalizar eficientemente el buen uso de los fondos públicos, es la Cámara de Cuentas, dada la pasividad del contrapeso legislativo y el nivel de dependencia de la Contraloría General de la República; esto, sin soslayar el papel activo y preponderante de la sociedad que deja traslucir su vigilancia por intermedio de los ciudadanos y la sociedad civil.
Si el ciudadano es quien financia la actividad pública, entonces hacia su satisfacción deben ser dirigidos los servicios públicos. El Estado es tan solo un gestor de los recursos, siendo así, todo servidor público está en la obligación de rendir cuentas, cuentas que deberán estar impregnadas de transparencia, y de ello habrá de dar fe y testimonio la Cámara de Cuentas, cuyos miembros, por la responsabilidad puesta sobre sus hombros, tienen que ser más transparentes que la propia transparencia que están llamados a fiscalizar.