«Quien con monstruos lucha, que se cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti». Friedrich Nietzsche

Me resisto a vivir la modalidad informacional instalada en nuestro mundo, a partir del despliegue desmesurado de las redes sociales y el descontrol de los que hacen uso de estas como medio de sustento, para el deleite de terceros o el disfrute personal. Me resisto, dejando constancia por si un día, cualquier desocupado intenta desenmarañar el pasado, sepa, y que no quepa duda, que un campesino alertó constantemente sobre el daño que hace la no reglamentación de la opinión amparada en una libertad que transgrede derechos ajenos y se afana en los propios.

Cuando escucho a los denominados influencers resaltar el valor que tiene una publicación por su alcance, dígase, visualización o likes, entiendo las razones de algunos que, a pesar de estar conscientes del daño infringido a las familias, prefieren verter estiércol en sus cuentas que utilizar su imagen para educar o concientizar las masas con mensajes propositivos. Preocupados más por la controversia que por el bienestar de la gente.

A esta “francachela comunicacional” se han sumado también medios tradicionales, personalidades, artistas, políticos y hasta empresarios. Fortaleciendo con su anuencia, la degradación de la verdad y la decadencia del razonamiento informativo basado en la recolección de datos para la consagración del derecho universal a expresarnos, siempre apegados al uso correcto de las formas discursivas sin afectar la dignidad de los demás. Un bien al que siempre apelamos.

Mentir, desde el ámbito específico de la comunicología, siempre fue visto como una afrenta, no solo a los espectadores, sino a una clase que se formó y educó para velar a través de su oficio por la protección de los derechos humanos, cumpliendo con los parámetros deontológicos y morales que hacen de un ejercicio profesional una labor noble en la búsqueda exhaustiva del bien común. Cuestión ignorada por el supuesto “comunicador” que se apaña de las redes, quien además de calumniar, atenta con el sistema ético que construyen ciudadanos conscientes y comprometidos con su par.

Sócrates, el filósofo, en su amplia y legendaria sabiduría, tenía por norma someter a su emisor al filtro de los elementos de una información adecuada y necesaria, de quienes se aseguraba que lo dicho fuera además de cierto, bueno y útil. Sobre esa base debe o debería estar sustentada la información que hoy se sirve por las redes. Creo que aún estamos a tiempo de que el Estado ejerza con rigor el monopolio de la violencia otorgada por todos a través del Contrato Social, suscrito por los ciudadanos, en el que le cedimos nuestra autoridad para ordenar y establecer, con los métodos que entienda, la sana convivencia comunitaria.

La calumnia es una norma en la comunicación de hoy, y su reproducción es divertimento para las masas en este inmediatismo revoltoso que no deja ni ceja espacio a la reflexión. Lo saben, pero no les importa, quienes tienen el deber de corregir, antes de que sea demasiado tarde, esta atrofia en el desarrollo de un elemento fundamental para la sostenibilidad del género humano como timón de la naturaleza y domador furtivo de bestias y bosques. Lo saben también quienes prestan oídos y se hacen eco de la mugre, reposteando o citando la inmundicia, con la excusa inexcusable de que la calumnia genera más reacciones que la verdad.

Joan Leyba Mejía

Periodista

Periodista, Abogado y político. Miembro del PRM.

Ver más