Esa era la realidad cuando el presidente Bosch se marchó a reunirse con la cúpula militar. Ellos habían llegado antes que él y se encontraban en el despacho del Secretario de las Fuerzas Armadas donde discutían lo que debían plantearle al presidente. Se habían erigido de repente y sin que nadie se los pidiera en un poder deliberativo. Habían decidido, otra vez, pedirle al presidente que fuese más enérgico frente a los comunistas, y además, que no aceptarían, bajo ninguna circunstancia, la destitución o traslado de ninguno de los jefes militares.

A eso de la medianoche, a solicitud del presidente, la cúpula militar entró al despacho presidencial. Pero notoria era la ausencia del jefe de la Fuerza Aérea, general Miguel Atila Luna Pérez y del Director del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas, coronel Elías Wessin y Wessin. Se habían negado a asistir a la reunión alegando  que ya no había mucha cosa que dialogar con el presidente, y en ese momento se encontraban en la base de San Isidro desde donde se comunicaban con los generales en Palacio y mantenían sus tropas en estado de alerta.

El presidente poseía el don de la conversación suave y fluida. Pero aquella noche sus palabras no tenían esas características. Sin preámbulos ni sutilezas fue al grano. Les comunicó que poseía informes indicativos de que el coronel Wessin y Wessin estaba conspirando contra el gobierno, por lo que había decidido destituirlo. Pero quería escuchar sus opiniones al respecto. Y no fue difícil expresarlas. Minutos antes habían decidido no aceptar la destitución de ningún jefe militar. Así, uno a uno, desafiantes, irrespetuosos, expresaron su tajante rechazo a la propuesta del presidente, quien ante esa negativa se vio obligado a modificar su decisión original planteando su traslado. Pero la intransigencia de los militares no tenía límites. Tampoco aceptaron el traslado. El desafío era un hecho y difícil de evadir.

La actitud del presidente pidiendo la opinión, y en cierto modo la aprobación de la cúpula militar, ha merecido diferentes comentarios. Para muchos se trató de una muestra increíble de debilidad. No se entiende por qué un presidente tiene que solicitar la anuencia de sus subalternos uniformados para cancelar o trasladar a un simple coronel.

Pero en honor a la verdad histórica Juan Bosch carecía del poder para imponer su voluntad. Ciertamente, él era el presidente, pero su poder era limitado. Se sentía como un hombre al que se le arranca de tierras firmes y se le deposita sobre pantanos  y arenas movedizas. El poder real y verdadero, el que podía poner y quitar presidentes, lo tenían los militares, y éstos se sentían inconformes con él y no escondían sus deseos de derrocarlo.

Para el presidente la actitud de los militares ponía sobre el tapete, como una navaja desnuda, un desafío difícil de evadir. No sería fiel a su cargo si permitiera semejante desobediencia. ¿Pero qué podía hacer? ¿A quién recurrir en esa hora oscura? Evidentemente necesitaba un rayo de luz en ese día terriblemente gris.

En realidad, el presidente no esperaba una actitud tan desafiante. Sabía de sus andanzas contrarias al gobierno constitucional, pero confiaba en que respetarían su investidura. Pensaba en que podía hacerlos razonar. Pero los militares no pensaban ceder.

De todas maneras, en semejante apuro lo aconsejable sería sobreponerse a la ira, ordenar el pensamiento y tomar medidas. Pero el presidente  se sentía enjaulado como una ave cautiva. Sin poder. Esa era la realidad y  en el mundo de la política la realidad es lo que cuenta.

Así, molesto, el presidente decidió terminar la reunión diciendo: “Ya hemos terminado. Se pueden retirar”. Minutos después, ya a solas con sus colaboradores civiles, les expresó: “Voy a presentar mi renuncia. Si no puedo destituir a un coronel de la Fuerza Aérea, lo mejor es que me vaya”.

Para algunos analistas, entre ellos, el acreditado investigador e historiador Victor Grimaldí , y el autor de estos relatos, con esa postura el presidente trataba de sobrevivir a la crisis y evitar la consumación del golpe de Estado que se veía venir. Es decir, se trataba de una maniobra táctica inteligente.

Así, a esa hora, ya entrada la madrugada, empezó a recoger sus pertenencias y a limpiar el escritorio desde el cual había gobernado el país durante siete meses con decoro, independencia y dignidad. Al otro día iría a la Asamblea Nacional  y presentaría su renuncia. Eso pensaba. Pero los militares reunidos en el despacho del ministro de las Fuerzas Armadas analizaban la situación. Les había llegado la noticia de lo que el presidente se proponía hacer, y eso no les agradaba para nada.

Algunos planteaban  que debían convencer al presidente a desistir de su propósito. Pero la mayoría planteaba que no era conveniente permitir que el presidente se dirigiera a la nación desde el Congreso de la República, reunido en Asamblea Nacional. Entendían que dada su capacidad de convencimiento y el amplio respaldo popular del que gozaba, el presidente usaría ese escenario para movilizar el país en contra de sus propósitos. Y en verdad, en ese punto, tenían la absoluta razón. No había manera de evitar primero una división, o al menos un desprendimiento de las Fuerzas Armadas, toda vez que se sabe que esa noche un pequeño grupo de oficiales, encabezados por el coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez, se movilizó para evitar el golpe de Estado, pero tampoco había manera de evitar que el pueblo dominicano se movilizara en todo el país en apoyo al presidente elegido democráticamente y que con su proceder se había ganado el corazón de las mayorías.

Lo que procedía, en consecuencia, era derrocarlo y punto. Ya era alrededor de la 4.00 de la madrugada. A esa hora, el ministro de las Fuerzas Armadas, el mismo que varias veces había jurado fidelidad al presidente y había asegurado con palabras rimbombantes que mientras él ocupara su cargo no habrá golpe de Estado, entra al despacho presidencial y hace preso al presidente. El golpe de Estado ya era un hecho. El gobierno constitucional había caído.

Con esa decisión se consumaba el segundo golpe de Estado en la República Dominicana después de la caída de la tiranía de Trujillo. El primero fue en enero de 1962 contra el presidente Joaquín Balaguer. En América Latina éste era el tercer golpe de Estado en 1963 y el quinto desde que el presidente Jhon F. Kennedy proclamara para América Latina su política de la Alianza para el Progreso, que se fundamentaba, entre otras cosas, y para ironía de la vida, en el supuesto respeto y apoyo a los regímenes democráticos, como el que precisamente encabezaba desde siete meses el profesor Juan Bosch.