Hay preguntas que acompañan al escritor como una sombra y quizá algunas también al público que observa y se pregunta. Una de ellas, tal vez la más persistente, es esta: ¿de dónde viene la inspiración? Algunos la llaman fe, otros intuición, otros duende o método. En el fondo, todos intentan descifrar el mismo misterio: ese instante en que la palabra parece no nacer de uno, sino llegar dictada por algo mayor.
Bajo esa premisa nace una serie de reflexiones que acompañarán estas semanas finales del año, reunidas bajo el título ¿Dónde nace la musa? Los escritores responden. Su propósito no es definir lo que otros han llamado la musa, sino mirar de cerca algunas de las múltiples formas en que los escritores y poetas han intentado explicar el impulso que da origen a la obra. Desde la fe hasta el juego, desde el misterio hasta la razón, la creación literaria ha buscado entender su propio nacimiento.
Esta primera entrega se abre con el pensamiento del maestro José Enrique García, cuya visión sobre la palabra y la fe resume con hondura el espíritu que nos convoca. Conversando con el profesor García, a quien llamo maestro porque desde finales de los años ochenta venimos aprendiendo de su palabra, beneficiándonos de su guía y compartiendo su mirada sobre el lenguaje, surgió nuevamente la pregunta que todo creador se hace: ¿de dónde proviene la verdadera obra?
En los próximos jueves esta columna seguirá ese hilo invisible. Veremos cómo otros escritores han respondido a la misma pregunta desde distintos lugares del alma
Para el maestro García, en la génesis de toda creación mayor hay una iluminación divina. No hay, sostiene, obra trascendente sin la guía de Dios. El escritor, en ese sentido, no inventa ni imagina desde la nada: recibe un dictado. Ha llegado a afirmar el maestro en nuestras conversaciones que algunas obras han sido literalmente dictadas por Dios, y que el escritor es apenas el instrumento que las traduce a lenguaje humano.
Esa convicción, lejos de ser una excentricidad, tiene una larga tradición en la historia literaria. Platón hablaba del poeta como intérprete de los dioses. Dante invocaba la sabiduría celestial antes de iniciar su viaje poético. William Blake escuchaba voces angélicas que lo guiaban en su visión del mundo. Rilke confesaba que la obra nace cuando lo invisible se hace inevitable y Sor Juana Inés de la Cruz, en nuestra lengua, escribió movida por esa misma fuerza interior que arrebata la pluma de las manos. Todos, desde distintos siglos y creencias, compartieron una certeza semejante: la palabra no se inventa, se recibe de algún dios insospechado.
Esta idea, que podría parecer incompatible con la visión moderna del arte como ejercicio racional o técnico, se vuelve en el pensamiento del maestro una forma de humildad; reconocer que la palabra, antes que un instrumento de poder, es un canal de lo sagrado.
Esta conversación, más que un diálogo ocasional, es parte de una búsqueda larga, casi de una vida. A lo largo de los años he vuelto una y otra vez a esa afirmación suya, que no excluye el rigor ni el trabajo, sino que los ilumina desde otra perspectiva. El maestro no resta importancia al esfuerzo, a la adjetivación precisa ni a la arquitectura verbal; sino que, muy por el contrario, insiste en el trabajo de orfebrería fina y dedicación constante del creador, pero recuerda que toda técnica necesita una llama que la despierte. La inspiración, dice, no es un milagro, sino una forma de escucha.
En los próximos jueves esta columna seguirá ese hilo invisible. Veremos cómo otros escritores han respondido a la misma pregunta desde distintos lugares del alma: Cortázar, con su fe en el juego y en el azar; Lorca, con su defensa del duende y de las emociones inexplicables; Poe, con la razón matemática del poema; y Kerouac, con el ritmo y la libertad de la palabra en movimiento.
Cada uno, a su manera, intentó responder la misma pregunta esencial: ¿de dónde nace la musa?
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