Nunca conocí a Paquita, la Baronesa del Barrio, como la llamó Xavier Velasco en una de sus crónicas, tampoco la vi cantar en vivo y me enteré demasiado tarde que tenía un cabaret ¿junto, cerca, en? su casa, adonde iban a verla no sólo las mujeres que se desgañitaban con sus melodías, sino también el ubicuo inútil, inspirador de aquellas.
Eso sí, recuerdo que cuando estudiaba francés, una de mis maestras me preguntó que significaba la palabra sanguijuela. Es un animal que te chupa la sangre, dije a bote pronto, sabiéndome yo mismo ignorante, al no poderle decir qué forma tenían ni dónde se encontraban. Se te pegan en el cuerpo, como pulgas enormes, seguí sin mucha convicción. Más tarde, supe que había reparado en ese término en una de las canciones estandarte, escudo y espada, en la cual Paquita, también conocida como Francisca Viveros Barradas, presenta una lista de piropos para nombrar al amigo, compañero, novio, pareja, esposo; usted escoja: «culebra, bicho, cucaracha, sabandija, alimaña, sanguijuela, rastrero, hiena, rata de dos patas…».
La Baronesa, como cualquier figura legendaria, tuvo una vida cuesta arriba, con una infancia llena de privaciones en su natal Veracruz y aunque empezó a cantar desde muy joven, primero junto a su hermana Viola, en un dueto de nombre evocador, Las Golondrinas, después se lanzó por su cuenta; el resto ya lo sabemos: éxito, discos, ventas, consagración. Lo anterior no significa que la fama fuera un amuleto contra el golpeteo de la desgracia.
Ella desentona en la escena musical y qué bueno. No tiene nada que ver con la típica «cantante» de belleza plástica, voz artificial, letras de bostezo. En efecto, a la manera de Pedro Infante, de Javier Solís, se sirve del bolero ranchero y al mismo tiempo, destroza el otro molde, el que exhibe a la mujer como la culpable de cualquier mal de amores, ya sea por su altivez, ya sea por su ligereza, descripción repetida hasta el aburrimiento en el cancionero popular: «Tú pa´rriba volteas muy poco», «A los dieciséis cumplidos, una traición me jugó». Ataviada con túnicas coloridas, no parpadea para poner al macho en su lugar y lo invita a la autorreflexión: «O te compones en lo adelante, o te consigo un ayudante».
Si Carlos Monsiváis aseguraba, no sin humor, que él era un lugar común de la Portales, Paquita también formaba parte del paisaje de la suya, la Colonia Guerrero, donde estaban su casa y su Salón de Baile. Caminaba sin aspavientos –ni guardaespaldas– y al comerciante del Mercado Martínez de la Torre le pedía por favor un kilo de tomate y al vecino de siempre, le devolvía educadamente los buenos días. Los dardos musicales, dirigidos al sector masculino, sólo los lanzaba desde el escenario, sin apartarse de su apacible cortesía: «Que me perdone tu perro, por compararlo contigo».
Asimismo, tenía una faceta coqueta, atrevida, ¿otro rasgo rebelde ante tanta norma que obliga a la mujer a permanecer a la espera? Invítame a pecar, quiero sentir bonito. ¿Cantar sólo para el desahogo emocional a veces puede resultar monótono? Invítame o te invito…
La primera canción que le escuché fue Cheque en blanco, una balada con tintes norteños que mezcla los quebrantos del amor con los asuntos financieros: «Yo no soy letra de cambio, ni moneda que se le entrega a cualquiera», menciona con un fino reproche. Si bien ahora los cheques han sido sustituidos por las transferencias electrónicas, donde el dinero descansa en una virtualidad difusa, Paquita expide el suyo al infeliz beneficiario por una cantidad generosa, que no se mide en pesos sino en repulsión: «En dónde dice desprecio, ese debe ser tu precio y va firmado por mí».
Alto Lucero, el lugar de su nacimiento en 1947, fue donde sus cenizas estuvieron a la vista de todos por última vez. Un nombre, por cierto, predestinado para la estrella indómita de la canción mexicana, cuyas melodías no son insultos, sino la reacción natural ante tanto gañán que se hace el que no oye y que ahora se siente abandonado, pero no menos inútil
Compartir esta nota